PERSISTENCIA

Mundo instintivo dentro del barroco

Margarita Carrera

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Y también nos afirma Sarduy: “Todo el barroco no es más que una hipérbole, cuyo ‘desperdicio’ veremos que no por azar es erótico”.

El mundo instintivo desenfrenado, avasallador, de proliferación incontrolada, cuyo núcleo primigenio y sustancial es lo erótico, se manifiesta desafortunadamente dentro de la literatura barroca, que va en la búsqueda constante de lo sensual, de la pasional epidermis.

El barroco es un canto a la vida, al gozo de existir, de tocar, de ver, de oír, de oler, de saborear. Los grandes escritores barrocos son grandes sensuales, tremendos amadores de lo vital, de lo hiperbólicamente sensual. Extraordinarios amantes. Y como tales, conocen a fondo “el arte de amar”, que no consiste, propiamente, en ir directo a la persona y objeto amados y poseerlos en tiempo límite, sino en rodearlos, acercarse a ellos con mucho tacto, con infinitos envolvimientos, acariciarlos cuidadosamente, en todas y cada una de sus partes, deleitándose en los pequeños detalles sobresaltadores, así, con cautela, en un entretenimiento placentero, que se opone a lo fugaz.

En la proliferación, característica del barroco, la persona o el objeto es como transportado a una inalcanzable cima, a la cual el poeta (amante) trata de llegar con delicados y cadenciosos pasos, casi felinos, deteniéndose en cada uno de ellos, para mayor goce de los sentidos, de todos los sentidos, en un ritmo pausado, infatigable, agobiadoramente sensual.

Proliferación, en literatura, es enumeración placentera de cada uno de los elementos que componen a la persona o al objeto, pero sin mencionarlo directamente. Es detenimiento libidinoso en cada una de sus partes, dando lugar esto a un encanto, cada vez más exacerbante y recrudecido. Concretamente, el significante que corresponde a un significado es sustituido por “una cadena de significantes que progresa metonímicamente y que termina circunscribiendo al significante ausente, trazando una órbita alrededor de él, órbita de cuya lectura —que llamaríamos lectura radical— podemos inferirlo” (Sarduy).

Veamos un ejemplo de Carpentier al aludir, en El siglo de las luces, a la guillotina. Sin mencionar esta palabra, la va envolviendo en un enmascaramiento progresivo.

“Esta noche he visto alzarse la máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladará con nosotros (…) Pero la Puerta sin batiente estaba erguida en la Proa, reducida al dintel y las jambas con aquel cartabón, aquel medio frontón invertido, aquel triángulo negro, con bisel, acerado y frío, colgando de sus montantes. Ahí estaba la armazón, desnuda y escueta, nuevamente plantada sobre el sueño de los hombres como una presencia —una advertencia— que nos concernía a todos por igual (…)”

Aquí hay superabundancia del lenguaje, así como erotismo refinado. Por un lado, tenemos la escogencia de las palabras, eminentemente poéticas; por otro, lo que significa esa “Máquina” (la guillotina) dentro de la mente humana. De todas formas, es símbolo lujurioso relacionado patéticamente con el sentimiento de castración. Y a pesar de presentarse tan negativo para la parte consciente, parece ser excitante para la parte inconsciente que, en última instancia, nos gobierna.

No podemos dejar de sentir un deleite inmenso con la descripción sensual, detallada, musical, que nos hace Carpentier de la guillotina, enmarcada en la “nave” y en el “océano”. De pronto, esta se transforma en un objeto erótico enmascarado, el cual va sufriendo un envolvimiento sensual progresivo e irrefrenable.

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