MIRADOR

Desigualdad a la carta

Las voces de condena de la maléfica desigualdad económica bullen de nuevo por las columnas de opinión y las redes sociales. Sus autores intentan convencer de la maldad que ello representa y justificar un sistema impositivo progresivo —el que más tiene que más pague— y políticas redistributivas que no son otra cosa que repartir la riqueza de algunos entre quienes menos poseen, pero a discreción del político o asesor de turno. Esos estudiosos repartidores de riqueza obvian estudios que aborden las causas que muestran. Es decir, por qué se llegó a la desigualdad que tan precisamente determinan con porcentajes y números. La razón es muy simple: no pueden o no quieren hacerlo.

La acción humana, es decir la actuación libre de las personas para hacer lo que estiman mejora sus condiciones de vida, obedece a causas subjetivas, diversas y temporales. Cada quien toma las decisiones que considera le sirven mejor, aunque hay que admitir que inciden factores externos: suerte, oportunidad, momento, etc. De esa cuenta, las ciencias sociales no son exactas y la alta arrogancia de políticos y economistas, entre otros, es no entenderlo. Cien dólares al 10% anual genera el mismo interés, independientemente de la persona que los deposite —ciencias exactas—, pero la misma cantidad, una vez retirada, es utilizada por cada quien para cosas diferentes: reinversión, gasto superfluo, consumo, inversión, etc., y tiene en el mediano plazo una incidencia distinta según las opciones por las que se decidieron —ciencias sociales—. Por tanto, en un periodo de tiempo prolongado y en un espacio —Estado— delimitado, individuos que comenzaron en idénticas condiciones se distancian considerablemente. Unos serán millonarios y otros pobres de solemnidad al haber tomado, ellos o sus antecesores, decisiones en las que concurrieron abundantes circunstancias diversas. ¿Cuál fue el origen de la desigualdad que ahora presentan? Es difícil de determinar y posible hacerlo únicamente cuando es el gobierno el que emite y mantiene normas, privilegios excluyentes o beneficios para algunos, instante a partir del cual se genera artificialmente esa diferenciación, lo que aconseja la anulación inmediata de tales ventajas.

Los críticos modernos se focalizan en las consecuencias —desigualdad— y la “solución” que proponen es crear un sistema de vasos comunicantes para que la riqueza del mejor posicionado se traslade discrecionalmente, por medio de impuestos y políticas desiguales, a sectores que ellos mismos determinan como peores. En unos años estaremos igual porque no se abordaron las causas.

Lo que tiene que adoptarse es un sistema sin beneficios, privilegios ni normas que no sean generales. En un único marco común e igual, cada quien hará aquello que considere mejor para sí mismo y progresará o fracasará en función de variables producto del libre albedrío y factores casuales, imposibles de determinar. Es decir, asumirá la consecuencia de sus aciertos y errores.

Si queremos centrarnos en temas importantes, mejor que sea en cómo acabar con la pobreza, que no tiene que ver con la desigualdad y mucho con políticas mercantilistas de gobiernos. Hagamos una sociedad rica en la que todos podamos alcanzar nuestras metas sin trabas, con libre ejercicio de la voluntad de cada quien y respeto a los derechos de los demás. Si esa sociedad rica es o no desigual, no debe importar más allá de la envidia, ya que quienes están en la base de la pirámide contarán con el ansiado nivel de vida, aunque siempre habrá otros mejor situados.

No confundamos pobreza, desigualdad y envidia, son cosas diferentes que la jactancia intelectual suele hacer sinónimos.

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