DE MIS NOTAS
¿La paz en Colombia? Ojalá…
Colombia, 26 de junio pasado. Ceremonia de “dejación” de armas. El presidente Santos y el ahora exguerrillero, exnarco terrorista y jefe máximo de las Farc, Rodrigo Londoño, alias Timochenko, sostienen un fusil AK-47 con el cañón convertido en una pala. El extraño objeto está bañado en oro. Hay simbología, rito y lenguaje ceremonial en la veintena de zonas donde se concentran miles de guerrilleros. En algunos liberan centenas de mariposas. En otro, una pareja de guerrilleros sostiene a su bebé, simbolizando el nuevo futuro.
Es el inicio de lo que llaman “dejación” de armas y la entrega paulatina de unos 900 buzones de armamento dispersos en diversas zonas del conflicto armado. Las Farc son el Ejercito Armado más poderoso de Latinoamérica y también el más rico. La revista Forbes calcula la fortuna en no menos de 600 millones de dólares. Otros dicen que es mucho mayor. En dos platos: son ricos y la firma de la paz los legitima como una organización política con representación garantizada de cinco curules en el Senado y en el Congreso. Están hechos. De vivir en incómodos campamentos se convierten en políticos legítimos, con amnistía bajo el brazo por todas las atrocidades cometidas a lo largo de medio siglo. Es como ganar la guerra con dividendos.
Y por eso Colombia está dividida. Muchos colombianos —especialmente los de mediana edad para arriba, que vivieron la guerra- no se tragan una factura tan alta para un grupo armado que venía en picada; que cada vez era menos legítimo e impertinente con la tonadilla aquella de “viva la revolución, etcétera, etcétera”. Son marxistas leninistas confesos. Así jugarán sus cartas en las próximas elecciones, armados hasta los dientes, pero no con fusiles —que sin duda los tendrán bajo la mesa—, sino con fajos de exnarcodólares, ahora totalmente lavados según lo estipulado en los acuerdos de paz.
Para los colombianos, el desafío se resume en tener que confiar, por obligación, en guerrilleros que llevan 52 años cometiendo las más grandes atrocidades y en abierta relación con el narcotráfico. ¿A quién dejarán en ese vacío territorial? ¿Cómo se integrarán a la sociedad y a la política con esa cultura, subversiva, clandestina, subterránea, aprendida y practicada durante medio siglo; acostumbrados a ejercer el poder de su autoridad con obediencia y sumisión absoluta? ¿Tendrán la capacidad de cultivar el arte de la política en un entorno en donde serán minoría y no actores prominentes, dueños de ejércitos, acostumbrados a las tablas, las luces y al manejo multimillonario de riquezas? Estas fueron mis reflexiones en una columna escrita cuando el NO ganó el plebiscito.
Realmente, en términos de concreción política ¿Es posible que el proyecto de integrar a tanto granuja terrorista, que nunca ha tenido más experiencia que vivir en la clandestinidad, puedan ser actores políticos viables y representativos de algún sector colombiano? ¿Qué saben de economía de mercado, de generación de empleo y riqueza? ¿Cuáles son sus planes para esa Colombia elucubrada al meneo de hamacas en campamentos selváticos en algunos de los eternos aguaceros amazónicos?
Brutos no son. Manejarán un discurso pacifista y angelical para cambiar la imagen de narcoguerrilleros a activistas políticos. Consolidarán su poder aprovechándose de la organización territorial colombiana que desde la Constitución de 1991 tiene una administración descentralizada repartida en departamentos, provincias, municipios; ahí colocarán a sus operadores y activistas mediante el discurso populista aprendido en La Habana y pulido en el lenguaje políticamente correcto de las negociaciones de paz.
El Salvador, Nicaragua, Venezuela, los colombianos decidirán el país que quieren.
Y que Dios los guarde.
alfredkalt@gmail.com