Ese día se decían charadas. Recordaban sus chonguengues. “¡Ah! ¡Aquel chinique estuvo chilero!”, gritó el Chato, a lo que respondió el Choco, con mofa: “Chilam… esa vez te pusiste chipe y chillón, y te dejaron chimuelo”.
En el tal chinique, que a propósito se organizó en Chinique, Quiché, hubo de todo. Hasta los chontes intervinieron. De chiripa, no detuvieron a nadie en el chirmolero que se armó. Así somos los chapines.
En el evento hubo juegos de chingolingo y chinamas que ofrecían churrascos con chirmolito y chiltepe, carne de chancho o chompipe (o chunto), chilaquilas, chuchitos, tamalitos de chipilín, champurradas, chancacas, chancletas, churros y otras chucherías. También té chirrepeco y limonada con chan. Pero lo que abundó fue el chupe, incluyendo la chiricuta.
La cosa es que, luego de la chirimía, hubo descontrol. El Chato, chachalaquero como siempre, se la buscó con un chavo chiquito. “Vos chapulín!”, “¡chirís!”, “¡chaparro!”, “¡chipuste!”, le gritaba.
Es de admirar el chin de paciencia que le tuvo el chito, pero luego lo puso para repartir chicote. Con el chamuco adentro, se levantó, se compuso el chon y se aproximó hacia el Chato, quien, en ese momento, pensó: “¡Ay, chirrión!”.
Los chocoyos chaparrastrosos, unos jugando una chamusca y otros chiviricuarta o chajalele, se tuvieron que apartar. “¡Ay Dios mío, ¿dónde está mi chilpayate?”, exclamó una ñora con chal.
A la vez, otra mujer intentó calmar los ánimos, pero del chongo la detuvieron. Hasta los chuchos salieron corriendo.
El Choco no hizo nada, por su baja visión. El Chato, entonces, la tuvo que enfrentar solo. El menudo muchacho —el ofendido— no era nada choyudo para los golpes. Agarró al Chato como chinchín, lo tiró entre el chichicaste y, con un chunche que había por ahí, lo golpeó en la shola, donde le dejó un chinchón. Eso le pasó por ser un cabeza de chorlito.
“¡Buh! ¡Qué chafa!”, se escuchó entre algunos asistentes, pues al Chato no le dieron chance de hacer nada. La refriega fue un chasco.
El Choco fue a levantarlo y lo llevó a sentarse a una chatarra que estaba en una champa cercana. Ahí, los dos se fumaron un chancuaco, chester o chenca. El Chato empezó a chochar, quizás por el golpe. Luego, a chillar. ¡Chorros de lágrimas era el pobre! “Pero me ganaron con chanchullo”, se consolaba.
Luego, su amigo le llevó una chamarra, para que no le diera el chiflón. ¡Chaquetero era con él!
Surgió el chipichipi. “Regresemos donde está el chupivio”, le conminó el Choco, pero el Chato estaba chiviado porque lo hicieron chinchilete. “Mejor agarremos las chivas y chanín, chanín”, respondió, y se fueron con la mirada gacha.
En otro chonguengue, en Chichicastenango, al Chato le buscaron pleito con charadas que decían de él, pero al recordar que la vez pasada lo dejaron chereto, optó por la retirada. Se fue por un chaflán lleno de chiriviscos.
Aún así, el Chato y el Choco guardan buenas memorias. Siguieron sentados ahí, en el chilero changarro, pues nunca le dicen chish a una chela. Ni por una buena chilquiada de chamán se quitan el vicio. Son chabacanos estos particulares chapines.
La necesaria H
Hace ya varios años, el periodista Juan Carlos Lemus escribió un texto para exaltar a la letra hache. “De naturaleza alcahueta y con un extraño instinto de heroicidad, la letra “h” se aparece al centro de una palabra para evitar el agravio (chulo), se planta entre la “c” y la “o” para evitar los vicios (choca) o se aleja silenciosamente, con caballerosidad, para evitar una expresión obscena (cice)”, se lee. “Nada muda, nada tonta, la “h” se ha hecho imprescindible en los diccionarios y en los mercados, entre los académicos más elegantes y, por supuesto, entre los chapines para evitar que pasemos a la historia como simples capines”, agrega.
En cuanto a la “ch”, es un dígrafo del alfabeto latino empleado en varios idiomas para representar diversos sonidos. Es español fue considerada la cuarta letra y tercera consonante del alfabeto entre 1754 y el 2010.
Dicho sonido también está presente en las lenguas de origen maya. En el ixil, por ejemplo, existen diferencias casi inaudibles para los inexpertos, pues, mientras que ch’em quiere decir “que le falta un pedazo”, tch’em significa “jabalí”. Asimismo, hay variaciones entre “tx” y “tz”.
Algunas palabras que se emplean en español, en efecto, tienen influencias de las lenguas nativas de América. La lingüista María del Rosario Molina pone el ejemplo de las chinamas, que son los puestos de venta en las ferias y fiestas de los pueblos. Ese vocablo viene del mexicano chinamítl.