PERSISTENCIA
Solemnidad
Ciertamente que es grata la solemnidad. El sentirse solemnes, el ir por el mundo con paso seguro, académicamente pausado, causando sólida impresión en todo aquel que osa mirarnos, el poder dirigirse a un público culto con voz desbordante de sabiduría y dejar a todos desaforados y boquiabiertos.
Es bueno ser solemnes para afianzar nuestro endeble ego tan necesitado de admiración, de alabanzas entumecidas que suplen mezquinamente el añorado cariño que nos tiene abandonados. Es compensador, tristemente indispensable para los que jamás dudan y se aferran a la razón, a la indiscutible lógica.
La solemnidad es una manera de renegar nuestra trágica verdad: la de que somos seres imperfectos, deleznables y hechos para la muerte. Más que criticable, debiera ser comprensible y tolerable. Es tregua para nuestra futilidad, para nuestro desamparo.
El que está pleno de amor no necesita ser solemne. Le está de más tal actitud tímidamente placentera. Todo él irradia fuerza que se desborda en la persona amada o en la obra creada. Y su premio está en su íntima satisfacción, en su deleitosa capacidad de entrega. Por ello, la solemnidad le es indiferente. A veces, un poco molesta, por lo falsa, y por tanto, perentoriamente desagradable. Pero pronto se olvida de ella porque no le otorga mayor importancia y, además, parece no hacer daño a nadie.
Con todo, cuando se ataca algo o a alguien en nombre de la solemnidad, eso es otra cosa. Entonces se torna perjudicial y hay que defenderse de ella. Como lo hicieron y lo siguen haciendo los eternos rebeldes y poetas de todos los tiempos.
Y siempre es reconfortante oír esas voces que increpan lo apócrifo y sofisticado. Nada más serio, entonces, que la sana carcajada, la fina ironía, con las que se desnuda al fatuo que clama por la protectora seriedad, que más que auténtica seriedad es síntoma de impotencia. Del cuerpo y del alma. Impotencia para la vida en su sagrada plenitud.
En este sentido, la solemnidad es mortecina, traidora, calamitosa. Para quien la ostenta y para quien soporta tal ostentación. Si le tiene pánico al ridículo es porque ella misma es inminentemente ridícula.
De los grandes poetas podemos decir que todos, en una u otra forma, huyen de la solemnidad; la vituperan o bien la atacan despiadados con la fina ironía que descuartiza. Pongamos, por ejemplo, a Herman Hesse. En El Lobo estepario nos advierte que para entrar en el mundo mágico de la creación poética se debe dejar de lado a la razón: “Entrada no para cualquiera”; para, luego, otorgar ese privilegio a unos cuantos: “Solo para locos”. Esto es, solo para aquellos que se sacuden de la lógica impecable, de la fementida seriedad, de las aplastantes normas inquisitoriales.
Hesse, a través de su personaje central, Harry Haller, denuncia, no sin cierta tristeza, la solemnidad de los célebres: “Cuando empezó a hablar (el docto conferencista)… me echó el lobo estepario una mirada instantánea, una mirada de crítica de aquellas palabras y de toda la persona del orador…
La mirada no solo criticaba a aquel orador y pulverizaba al hombre célebre con su irresistible ironía; eso era en ella lo de menos. La mirada era muchos más triste que irónica, era insondable y amargamente triste… Aquella mirada decía: ‘¡Mira, estos monos somos nosotros! ¡Mira, así es el hombre!’ Y toda la celebridad, toda la discreción, todas las conquistas del espíritu, todos los avances hacia lo grande, lo sublime y lo eterno de lo humano, se vinieron a tierra y eran un juego de monos…”