VENTANA
Un mar de color café
Salí a caminar muy temprano en la playa. El vasto horizonte del mar azul-turquesa, que inspira, se había tornado en un mar de color café. La espuma blanca, que ribetea las olas, era de un amarillo terroso. El paisaje era desolador. Era evidente que las corrientes de agua lodosa y contaminada, por toda clase de desechos que arrastran nuestros ríos muertos, habían entrado de nuevo al mar. Esa agua sucia extermina la vida marina. El mar se defiende y, como puede, expulsa la basura. Por eso, en esta época de año, las playas quedan cubiertas, obscenamente, de basura. Este espectáculo triste lo aceptamos como parte normal del invierno. Eso, a mi juicio, nos pinta como una sociedad indolente e irresponsable. ¿Qué estamos haciendo para detener la contaminación fluvial y marítima? Óscar, un joven salvavidas, me dijo: “Señora, no se preocupe. Cuando termine el invierno vendrán los mejores meses. El mar estará otra vez azul”. “ Sí, Óscar,” respondí, “cuando terminen las lluvias el mar estará limpio, pero si seguimos tirando la basura en vertederos clandestinos y seguimos contaminando los ríos con toda clase de sustancias tóxicas, cuando el invierno regrese el mar volverá a estar café. Los mejores meses retornarán hasta que protejamos nuestras fuentes de agua que nos dan vida y bienestar a todos”.
Conversé con Byron, un avezado pescador de Iztapa. Quería saber cómo le afectaba este “mar café.” “La basura viene de allá arriba, de los ríos de la capital y de Escuintla. Nosotros, aquí en la costa, como estamos en pura bajada, los ríos nos caen con toda la basura y el agua sucia que contamina el mar. Hace diez años, para darle un ejemplo, los lancheros salíamos a pescar y agarrábamos fácil el róbalo, el mero, el pargo, el dorado. Las aguas del mar estaban más limpias y por eso los peces andaban arribita. Pero ahora el agua viene más sucia. Eso ahuyenta a los peces hacia aguas más profundas. Del cien por ciento que antes pescábamos, ahora lo que logramos es un treinta por ciento. Además, antes, los ríos traían camarón de río, que le decimos —tenazudo— y peces como el guapote y aguavina. Ahora están desaparecidos”.
Los niveles de pobreza siempre han sido altos en Guatemala. Lo que ha sostenido a las familias, por ejemplo, en el ecosistema de la Costa Sur, es que hemos sido ricos ambientalmente. Hemos contado con bosques, fuentes de agua limpia, suelos fértiles y una profusa vida marina. ¿Pero qué haremos ahora que las condiciones de pobreza se han agudizado y ambientalmente nos hemos empobrecido? La vida fluye a través de los ecosistemas naturales. Cada especie apoya a la otra para sobrevivir, para sostener el hilo que teje la red de la vida. Cuando un ecosistema está vivo, se multiplica; las especies evolucionan y son más resilientes. En cambio, cuando las especies de un ecosistema van muriendo, se desencadena un proceso de involución. Desaparece el patrón de organización, que es fruto del conjunto de relaciones entre las especies y que configuraba a un ecosistema.
En mi opinión, el primer paso para detener el proceso de deterioro de nuestros ríos, que son las venas del sistema circulatorio del cuerpo de Guatemala, es aprender el idioma de los ecosistemas. Es un requisito para la sostenibilidad. “Implica cambiar de mentalidad”, agregó el Clarinero. La mentalidad de ecosistemas propone una visión integral de la vida. Apela a una nueva ética de respeto mutuo. Las nuevas ciencias han demostrado que todo lo que existe está conectado con el todo. Esta infinita generosidad de la naturaleza no la hemos valorado. Lo que más me aflige con el empobrecimiento ambiental es la niñez. En nuestra sociedad es el grupo más vulnerable, ¡y le estamos quitando el futuro!
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