PUNTO DE ENCUENTRO

Nuestras niñas de Guatemala

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La conmemoración del Día Internacional de la Niña —11 de octubre— nos encuentra nuevamente en deuda. En lugar de que la niñez sea para las pequeñas guatemaltecas una etapa de crecimiento y desarrollo en la que se garanticen sus derechos, ser niña en este país es correr un alto riesgo.

No solamente porque las condiciones económicas de la mayoría de las familias —producto de un sistema caracterizado por la concentración de la riqueza y la desigualdad— hacen prácticamente imposible garantizar su acceso a la salud, la educación o a un lugar digno para vivir, sino porque las niñas —como las adolescentes y las jóvenes— están expuestas a una violencia permanente por su condición de mujeres.

De acuerdo con un informe del Observatorio de Salud Sexual y Reproductiva (Osar), entre enero y junio de este año, en Guatemala se inscribieron 1,198 nacimientos de bebés de madres de entre 10 y 14 años. Esta cifra —ya de por sí gravísima— no incluye a las niñas que son violadas y no quedan embarazadas.

Además, el Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif) reportó que entre enero y agosto de 2017 se practicaron dos mil 796 exámenes relacionados con delitos sexuales en niñas y adolescentes, el 90.2% del total de las pruebas realizadas por la institución. Y no hablamos de hechos cometidos por personas extrañas a su entorno; de acuerdo con las autoridades, en alrededor del 80% de los casos los agresores son familiares o personas allegadas. Es decir, es en los lugares donde las niñas deberían estar más seguras —sus casas, escuelas o comunidades— donde se registra la mayor cantidad de violaciones y ataques.

Estos datos nos dan una idea de la magnitud del flagelo de la violencia sexual contra las niñas y las adolescentes y nos muestran cómo siguen siendo consideradas objetos en propiedad y mercancías, lo que no es otra cosa que el resultado de esta cultura machista y patriarcal —extendida y arraigada— que nos coloca a las mujeres como personas de segunda categoría, supeditadas a la voluntad y al dominio masculino.

La inconcebible y extendida idea de que las niñas, jóvenes y mujeres que sufren violencia sexual son las principales responsables de lo que les sucede porque “la provocaron” y la permanente justificación de que la violencia es una forma natural y normal de relacionarse, aunadas a la impunidad, siguen siendo los mejores alicientes para que en nuestro país continúen ocurriendo estos flagelos. Y si no, basta recordar lo ocurrido en el hogar “seguro” Virgen de la Asunción, donde murieron quemadas 52 niñas y jovencitas que estaban bajo resguardo del Estado. Y no basta recordarlas, la mejor forma de honrarlas es que se les haga justicia.

Pero la violencia no es solo sexual. La explotación laboral en comedores y tortillerías; la servidumbre a la que son sometidas —junto a sus familias— en muchas fincas y el incremento de niñas y adolescentes desaparecidas —seguramente, víctimas de trata— nos muestra una sociedad que no solamente agrede y desprecia, sino es indiferente ante la realidad que enfrentan sus pequeñas. ¿O es qué hace falta alguna muestra más de la inmundicia de este sistema que desecha seres humanos y que se ensaña contra las personas más vulnerables, como las niñas y adolescentes?

Si las cosas siguen como hasta ahora, dentro de un año continuaremos lamentándonos y haciendo un recuento de los daños. Postergar y esconder la mugre bajo la alfombra ya no es opción. Las niñas de Guatemala necesitan sin más demora ser colocadas en el primer lugar de nuestra lista de prioridades.

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