PERSISTENCIA
Conmiserativo y lacrimógeno
Sábato habla de “escritores” y “escribidores”, los primeros más verdaderos o verídicos que los segundos.
Cortázar, en cambio, hace otra clasificación: “escritores” y “escribas”, afirmando que “…Las dictaduras latinoamericanas no tienen escritores sino escribas…”
La diferencia entre estos últimos radica en un aspecto eminentemente emotivo. Si bien “los escritores” llegan a ser realmente libres, rehuyendo todo dictado, no solo de índole sectaria, sino sentimentaloide, “los escribas” son gobernados o por determinadas posturas ideológicas inconmovibles, o por sentimientos agobiantes que los hacen caer en dependencias que obstaculizan su quehacer literario.
Frente a las nefastas situaciones que conllevan subdesarrollo y dictaduras, inexorablemente enlazados, es natural que el que se dedica a escribir a la sombra de tales ignominias no se sienta libre, más bien no pueda ser libre; tampoco riguroso consigo mismo y con su quehacer.
Hundido en un ámbito poco favorable, más bien desdichado, desde cualquier punto de vista (económico, cultural, político, social…), su mente no logra desarrollarse de manera plena. Sus limitaciones son limitadas. Y, o bien sale al exilio forzoso o voluntario, o bien permanece en su tierra, siendo partícipe —víctima y verdugo al mismo tiempo— de las miserias materiales y espirituales que lo rodean.
Cortázar nos habla de la tristeza que causa en los escritores latinoamericanos el exilio, y se refiere en especial a la “nostalgia” y “desesperación” que este provoca. Sentimientos que llevan a nuestros escritores a convertirse, en múltiples ocasiones, en “escribas”.
Nosotros nos referimos a los escritores que ni siquiera han logrado el exilio externo (muchas veces, redentor), y permanecen viviendo en su inmisericorde país marginado y explotado.
Sus mentes, por tanto, se ven circunscritas a una atmósfera desfavorable que les atrofia su capacidad de pensar con libertad. En tales casos, también estos escritores (que sufren otra clase de exilio, quizá más infame: el interno), se transforman en simples “escribas”, y generalmente, retomando las palabras de Cortázar, en “escribas” de la amargura, del resentimiento o de la melancolía… y así se colocan a menudo, el “rótulo conmiserativo y lacrimógeno”, logrando, con ello, cierto desahogo a su infinito malestar psíquico, pero alejándose, de manera dramática, de lo que es, en verdad, el oficio del escritor, la literatura en sí misma.
El llamado a lástima, al hacerse de manera pueril en el campo literario, no solo se aleja de lo artístico, sino es poco edificante. Lo único que consigue es repudio y menosprecio.
El escritor latinoamericano ha de salvarse de este calamitoso sentimiento que lo deprime y limita. Que no lo deja ser escritor y lo convierte en simple “escriba”.
Abandonar la lamentación y el gimoteo es, en verdad, difícil; sobre todo cuando se vive en un medio infantil y primitivo, violento e infame. No imposible, sin embargo.
Con el reconocimiento de que la autocompasión es detestable o poco decorosa, y en una lucha suprema por salir del narcisismo pueril propio del subdesarrollo, se puede alcanzar cierta madurez, cierto grado de libertad y, con ello, cierta capacidad para el oficio de escritor. Se puede, en otras palabras, tener la oportunidad de dejar de ser “escribas” y empezar a ser “escritores”. Lo cual implica liberarse de todo aquello que nos ate, que nos limite, que nos gobierne, que nos domine. Y quizás somos más víctimas de nuestras propias pasiones que del medio y las circunstancias en que nos desenvolvemos.
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