ALEPH
Yo a las niñas las quiero vivas
Si me preguntan qué buena historia imagino para una niña guatemalteca, tengo muchas. Pero todas convergen en un mismo punto de partida: quisiera que cada una fuera amada y respetada desde el nacimiento, que cada una tuviera desde pequeña un techo que la protegiera de la intemperie, una cama donde dormir cada noche, y comida caliente para nutrir su cuerpo y su cerebro. Quisiera que, con miel en los labios, aprendiera las primeras letras, y que sus primeras palabras fueran “vida” y “libertad”.
Quisiera que la abrazaran mucho, pero que nadie la tocara nunca sin su permiso, que nadie la violara jamás y que aprendiera —a su tiempo— que el placer no es malo, pero que ha de ser un ejercicio de libertad con responsabilidad. Quisiera que nadie la insultara, la maltratara, o le provocara pesadillas que la despierten llorando o haciéndose pipí a mitad de la noche. Quisiera que, si le da un resfrío o una gripe, siempre hubiera alguien que la cuidara y le enseñara a limpiarse los mocos. Quisiera que hubiera lugares en su comunidad y en su país, donde pudiera jugar, correr, vivir. Simplemente vivir.
Se vale querer para cada niña nacida en cualquier lugar del planeta una vida digna. Y se vale pedirlo para cada niña de Guatemala (como dice una frase leída por allí, “Lo imposible solo tarda un poco más”). Pero para un altísimo porcentaje de los 3 millones 757 mil 675 niñas de Guatemala, el mundo inicia, camina y termina de otra manera. Generación tras generación. En el 2016, según las cifras del Observatorio de Niñez de Ciprodeni (ODN), 69 mil 177 abandonaron la escuela, desde el nivel preprimario hasta el diversificado. De los 111 niños y niñas que murieron por desnutrición aguda en el 2017, 61 fueron niñas menores de 5 años. Se practicaron 771 exámenes médico forenses en niñas y adolescentes el año pasado, por lesiones que apuntaban a maltrato. Y 90 mil 899 niñas y adolescentes de entre 10 y 18 años quedaron embarazadas en ese mismo lapso, en un alto porcentaje, por violación. No es casualidad, entonces, que el 90% de todos los exámenes por violencia sexual (4557) realizados en el 2017 por Inacif fueran practicados a niñas y adolescentes. Ni que en ese mismo año hayan sido detenidas 4 mil 745 niñas y adolescentes migrantes no acompañadas por autoridades mexicanas. Esto hay que inscribirlo en un contexto amplio de violencia, inseguridad y pobreza extremas, que no da margen a que tengan luego un trabajo decente y bien remunerado, o una vida digna. O siquiera algo que se llame vida.
Con esos datos se entiende por qué terminan repitiendo la receta de la infelicidad y reproduciendo un orden perverso. Terminan siendo, en un buen número, las invisibles de las sacrosantas familias que las siguen abusando o, “si tienen suerte”, las rebeldes o rescatadas que terminan en un “Hogar” del Estado donde les dan comida y techo. Allí estaban las 41 adolescentes que murieron quemadas vivas el 8 de marzo de 2017. Las que antes habían denunciado múltiples formas de violencia y tortura en ese lugar. Estaban ellas y las 15 que sobrevivieron. Pero las 56 simbolizan a los millones de niñas y adolescentes que en este-que-no-es-país son tempranamente abandonadas, abusadas, golpeadas o vulneradas en uno o más de sus derechos.
En honor a las 41 y por las 15 sobreviviente, a todas las demás las queremos vivas. Que las vean como personas y nadie les tenga lástima o les “lleve ganas”. Que ningún hombre las vea con cara de hambre, sea político, padre de familia, sacerdote, maestro o pastor. Quiero que sus madres y familiares las escuchen, que las dejen escribir sus historias, que les crean cuando cuenten que las han abusado. Quiero un sistema de protección integral que las cuide y proteja desde el nacimiento (por supuesto, a los niños y adolescentes también, pero hoy hablo de ellas); quiero que las niñas estén en el centro de todas las agendas políticas, que hoy alguien les cuente un cuento o les cante una canción antes de dormir. Y detener el mundo, para recordar que vivas las queremos.