María, quien omite su nombre por temor, es una guatemalteca que vivió el desamparo en carne propia, cuando fue retenida por tres días junto a una de sus hijas en la frontera, cerca de San Luis Río Colorado, Sonora, México.
Su voz a través del teléfono deja percibir su temor. “Allá en su país tienen frijoles para comer, y no se van a morir de hambre. Nosotros no estamos para ayudar a toda la gente”. Con esas palabras un guardia le dio la bienvenida a 72 horas de su peor pesadilla, recuerda María.
Ella relata que el 5 de junio junto a su esposo, Arnoldo, y sus dos hijas migraron al Norte. Su motivación: buscar una mejor vida, pero sobre todo un tratamiento adecuado para la más pequeña de sus niñas, de 8 años, que padece diabetes tipo 1.
Son originarios de Mataquescuintla, Jalapa, donde la crisis del café ha pagado fuerte. El cultivo del grano era su único medio de subsistencia, pero este año la cosecha fue escasa. Arnoldo buscó trabajo en otro lado, pero lo que ganaba solo alcanzaba para lo básico y no tuvo otra salida que comenzar a vender sus pertenencias.
Las deudas comenzaron a llegar, y era difícil que les prestaran dinero para comprar la insulina que necesitaba la menor.
En abril, Arnoldo hizo el primer intento de cruzar a Estados Unidos, pero al llegar a México lo regresaron. Un mes después, con la ayuda de un familiar, los cuatro emprendieron de nuevo el viaje.
En la frontera
Al llegar a Santa Ana, Arnoldo tomó a su hija menor y lograron pasar la frontera. Cuatro días después, el sábado último, María lo intentó con su otra niña. No corrieron con la misma suerte. Autoridades de migración las detuvieron, y le dejaron claro que sabían que su esposo y su otra hija habían cruzado cuatro días antes.
María no tiene certeza de a dónde las llevaron, pero tienen fresco en la memoria la pesadilla que vivió y las palabras que le dijeron: “que hacen aquí, aquí no los quieren. Se tienen que regresar a su país”.
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Sin dejarla hablar y explicar su situación, la llevaron a una pequeña habitación con otras 17 personas, entre hondureños y salvadoreños. Según la guatemalteca, el miedo se podía ver en el rostro de los niños que permanecían inmóviles para que los guardias no los regañaran, pero también en los adultos que intentaban no llorar y quebrarse ante sus hijos.
“Ese es el castigo que le dan a uno por entrar -a Estados Unidos- ilegal”, menciona María, segura de que será difícil superar lo que han vivido, pero da gracias a Dios porque no la separaron de su niña.
Aquella noche no pudieron dormir. Ella y su hija pasaron sentadas en una silla. Conciliar el sueño fue difícil por el miedo, pero también por el frío que les calaba a los huesos, pues les quitaron el suéter que llevaban. “Nos dejaban allí la comida como si fuéramos perros”, recuerda.
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En ese lugar vio cómo varios niños entre gritos y un llanto desgarrador fueron separados de sus padres. “Dios mío, solo de pensar que eso me podía pasar a mí; me quería regresar a Guatemala. Ellos suplicaban para estar con sus papás. Fue terrible oírlos”, dice con voz entrecortada.
Dos días estuvieron en ese sitio. “Nos trataron como bichos raros. Nos hacían sentir tan poca cosa”.
Realidad tras las rejas
El lunes las trasladaron a otro lugar, un poco más amplio, donde se encontró con otros migrantes que le relataron el sufrimiento que los niños en otros centros, donde son separados de sus padres, están hacinados, duermen en colchonetas y donde permanecen separados por rejas de metal. “En ese lugar solo los tapaban con papel aluminio”, le dijeron.
La política de “tolerancia cero” de Donald Trump ha separado a no menos de 2 mil niños de sus padres, de ellos, 465 son guatemaltecos, según informó esta semana la canciller Sandra Jovel.
El lunes, por fin, los encargados del centro la dejaron hablar y conocieron su historia. Tomaron sus datos y la subieron junto a su hija en un bus donde suelen trasladar a los presos, con rejas, según relató María. Viajaron por dos horas hacia Arizona. Otras 11 personas las acompañaron, su semblante los describe llenos de desolación, especialmente el de tres hombres migrantes que llevaban grilletes y que serían deportados.
En Phoenix, Arizona, la llevaron a un centro donde le colocaron un grillete en el tobillo. Le pidieron el número de teléfono de un conocido en Estados Unidos. Afortunadamente ella tenía un amigo en Los Ángeles. Llamaron a la persona y le indicaron que tenía un par de horas para enviarles boletos de autobús para viajar a la ciudad angelina, de lo contrario serían deportadas.
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Los tiques llegaron a tiempo y María y su hija subieron al bus y viajaron por cinco horas para encontrarse con quien las albergaría mientras llega el 27 de junio, día en que tendrá una audiencia ante el juez que decidirá su futuro. “Ese día se sabrá si me dejan o me mandan de regreso a Guatemala”, dice con desolación.
“Tengo miedo de que me deporten. Yo quiero que me dejen estar acá con mi esposo y mis hijas. Queremos trabajar y que mi niña tenga un mejor tratamiento”.
Si la retornan a Guatemala, María no tiene esperanzas de volver a ver a su familia. Mientras llega la fecha para presentarse ante el juez, la guatemalteca debe permanecer dentro del perímetro permitido por el grillete que lleva.
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