AL GRANO

El Estado y la universidad

En ningún otro país que yo conozca figura la universidad en el lugar que, en relación con el Estado, ocupa en Guatemala.  En general, la educación universitaria se regula por las leyes del Estado, no por su constitución y la idea de que deba ser una, con unos ingresos garantizados, expresados en términos de una fracción del Presupuesto Ordinario del Estado, es muy singular.  Cuando la he compartido con universitarios de otras latitudes causa hasta asombro.

Una de las cuestiones principales es si el Estado deba o no proporcionar a sus habitantes, como parte de los bienes y servicios públicos para los que se organiza el Estado, la educación superior. Si uno se pregunta por los alcances del beneficio de una fuerza de policía bien organizada, la respuesta es bastante obvia. Casi todos los ciudadanos se benefician de algo así.

Si uno se pregunta sobre los alcances del beneficio de un sistema de justicia imparcial y eficaz, por consiguiente.

Pero si uno se pregunta sobre el alcance de los beneficios de que Paquito se gradúe de dentista, de abogado, de arquitecto, de farmacéutico o lo que usted quiera, y de que, llegado el día, Paquito organice su práctica profesional, uno se encuentra con una respuesta muy diferente.

Dicho de otra manera, mientras los servicios de policía o de justicia se consumen por la generalidad de los ciudadanos e inciden en su bienestar directa o indirectamente, la clínica, el bufete, el estudio o el laboratorio de Paquito, no tanto.

El beneficio principal, por mucha diferencia, es para Paquito y no para la generalidad. Por consiguiente, ¿por qué ha de financiársele a Paquito el cien por ciento de su carrera profesional, incluso por ciudadanos que jamás podrán acceder a la universidad, aunque sea gratuita?

Otra de las cuestiones principales es la de si el Estado requiere de la universidad para cooperar con el estudio y solución de los problemas nacionales. Y aquí, creo yo, parece haber una confusión entre el estudio y el saber académico, propio de la universidad, y el estudio y saber político-gubernamental, propio del alto funcionario público.

De las universidades, de sus profesores, sus investigadores y sus centros de estudio han de salir las teorías que explican los fenómenos sociales, políticos, económicos, etcétera, que aplicadas a los problemas concretos pueden iluminar el criterio de un ministro cuando, por ejemplo, ha de formular políticas públicas sobre el medio ambiente. Pero un académico carece del tipo de conocimientos y experiencias que un alto funcionario, un político, un estadista requieren para tomar buenas decisiones. Ellos tienen que hacer acopio de otro tipo de saber y de destrezas para acertar a la asignación adecuada de los recursos del Estado según las preferencias de los ciudadanos.

La universidad es una institución valiosísima y de gran importancia para la sociedad, pero eso no significa que el Estado deba hacerse cargo de sufragar la totalidad de lo que cuesta, sobre todo cuando los beneficios, las más de las veces, son individuales.

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