Solo recuerda que no supo cómo reaccionar. Al menos no en un primer momento, delante de su madre.
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El niño al que contagiaron de VIH a los 8 años y creció sin poder contárselo a nadie
<div> Matt Merry no conserva en su memoria las palabras exactas que utilizó su madre para decirle que tenía VIH.</div>
Lo había sentado a la mesa en la sala de su casa en Rugby, Inglaterra, para darle la noticia. Matt tenía entonces 12 años.
Vivía con el virus desde hacía cuatro, le explicó su madre.
Se había contagiado por una inyección que le habían puesto para tratar su hemofilia, una enfermedad de la sangre que le diagnosticaron a los pocos años de nacer.
Era 1986 y estábamos en plena epidemia del sida, y un diagnóstico con de VIH se recibía igual que una sentencia de muerte.
Una vez que aparecieran los primeros signos de infección, probablemente viviría durante dos años más, le dijeron entonces los médicos a sus padres.
Aquella noche, acostado en la cama y con las luces apagadas, el adormecimiento que había sentido durante todo el día empezó a desvanecerse y Matt empezó a sentir el peso de lo que le acababan de contar.
Todo lo que conocía del VIH y el sida eran las imágenes de jóvenes esqueléticos, con cuerpos cubiertos de llagas, perdiendo su vida en los corredores de los hospitales. Y empezó a llorar.
“A partir de entonces y durante toda mi adolescencia, sentí que tenía sobre mi cabeza un reloj en modo de cuenta atrás, y que en cualquier momento alguien podía pulsar esa cuenta atrás de dos años hasta que muriera”, recuerda.
Pero su madre le dijo algo más: no debía contárselo a nadie. Ni a amigos, ni a profesores… al principio, ni siquiera a su hermano pequeño.
Un secreto inconfesable
Cuando volvió al colegio, llevaba consigo un secreto que no podía compartir.
En 1986, las personas con VIH o sida eran objeto de un miedo perverso y visceral.
En los medios de comunicación se asociaba la enfermedad con drogadictos y con hombres homosexuales, quienes eran continuamente estigmatizados.
Analizándolo en la actualidad, Matt cree que sus padres hicieron lo correcto al decidir mantenerlo en secreto.
“En realidad, no era una verdadera opción dejar que la gente lo supiera”, dice.
A veces, otros compañeros del colegio se metían con él por su hemofilia. Así que no puede imaginarse lo que sería si hubieran sabido de su diagnóstico de VIH.
Ya había salido en las noticias que miles de personas se habían infectado con VIH a través de transfusiones de sangre contaminada, y Matt había oído que en algunos colegios los padres sacaron a los niños al saber que había alguien con hemofilia en su clase.
Pero el peso de su secreto era muy grande.
“Te sientes tan solo pasando por eso en solitario, sin poder hablarlo ni comentarlo con nadie…”, recuerda.
“¿Para qué esforzarme?”
Nunca le ofrecieron terapia ni apoyo psicológico.
“Supongo que podría haber hablado con mi madre o con mi padre, o mi hermano, pero era algo tan perturbador que no quería hablar de eso porque sabía que me iba a poner a llorar. Así que me encerré en mí mismo y seguí adelante”.
Para sus amigos y compañeros de escuela todo parecía normal. Nadie sabía qué pasaba por su cabeza. Pero él tenía la certeza de que estaría muerto antes de cumplir los 20 años. Nunca podría tener una novia, ni casarse, ni tener hijos.
Con el tiempo, supo que también lo habían contagiado de hepatitis C.
Con ese panorama, Matt dejó de esforzarse en el colegio. Total, ¿para qué?
“¿Para qué pasarme todo ese tiempo repasando y haciendo deberes si no voy a tener ni una carrera ni nada?”, pensaba.
Sin darse cuenta, Matt se había visto envuelto en lo que se considera el mayor escándalo de la historia del sistema de salud pública de Reino Unido (NHS, por sus siglas en inglés).
Según organizaciones activistas, al menos 2.800 personas con hemofilia murieron a causa del uso de artículos médicos con sangre contaminada, y otras decenas de miles de personas no hemofílicas se contagiaron de distintos virus.
Tratamientos con “Factor VIII”
Durante los años 70 y 80 se popularizó un nuevo tratamiento para la hemofilia a base de inyecciones de proteínas llamadas concentrados de factor, normalmente Factor VIII, que ayudaban a la coagulación de la sangre.
Estos productos se hacían a base de plasma de sangre donada, y había tanta demanda en Reino Unido que el NHS empezó a importarla del extranjero, sobre todo de Estados Unidos.
Pero lo que no sabían ni Matt ni su familia era que gran parte del Factor VIII estadounidense importado estaba elaborado a partir de plasma donado por personas encarceladas o adictas a las drogas, considerados grupos de alto riesgo para contraer enfermedades como VIH o hepatitis C.
En muchos casos se les había pagado por realizar esas donaciones. Y como esos productos se hacían en grandes cantidades a partir del plasma de decenas de miles de personas, con que una sola donación estuviera contaminada, lo estaba el lote entero.
A medida que avanzaba la crisis del sida en los años 80, el departamento de Salud de Reino Unido recibió alertas por escrito de que los productos procedentes de Estados Unidos debían ser retirados. Pero la medida no se puso en marcha hasta 1986, años después de que llegaran los primeros avisos.
Cuando a la madre de Matt le dijeron que su hijo había sido infectado con VIH, ni siquiera sabía que le habían hecho esa prueba.
Como si no hubiera un mañana
Nadie en el círculo escolar de Matt sabía por qué sacaba tan malas notas.
Los años previos a la universidad se los pasó “haciendo el tonto, divirtiéndose con los amigos”.
A pesar del pronóstico de dos años de vida, y sin contar con su hemofilia, Matt gozaba de buena salud.
En 1990, justo después de cumplir los 16, un doctor le hizo una valoración psiquiátrica.
“Intenta no pensar en el futuro y, cuando lo hace, se siente mal e intenta distraerse”, escribió en el informe.
También describían que Matt tenía “un mecanismo de defensa psicológica fuerte”, pero que “se podía traspasar fácilmente y, cuando eso ocurría, claramente se angustiaba”.
Según el psiquiatra, en los años siguientes era probable que “Matt sufriera grandes dificultades emocionales”, tanto si finalmente desarrollaba la enfermedad del sida como si no.
“Será difícil para él establecer relaciones satisfactorias con el sexo opuesto dado el verdadero peligro de transmisión de la infección”, añadió.
“Ya está preocupado por esto y angustiado por el hecho de que no podrá tener niños”.
Refugio en las drogas
Fue aproximadamente en esta época cuando Matt empezó a fumar cannabis. Después, consumió otras drogas sintéticas como speed y éxtasis.
Eran los inicios de los 90 y Matt se volcó de lleno en la escena rave de fiestas y consumo de drogas hasta el amanecer.
Cuando finalmente sus padres lo descubrieron, él les dijo: “Y ¿por qué no? Igual no me queda mucho tiempo de vida. Quiero intentar disfrutar de la experiencia todo lo posible antes de morir”.
No era fácil desmontar ese argumento.
Una noche, cuando tenía 17 o 18 años y después de una noche de copas por la ciudad, volvió caminando a casa con un amigo y algo le animó a contarle que tenía VIH a alguien ajeno a su entorno familiar inmediato por primera vez.
Su amigo se quedó conmocionado, pero fue muy comprensivo.
Matt se sintió muy aliviado. Durante los siguientes tres o cuatro años empezó a contárselo individualmente a sus amigos más cercanos. Con el tiempo, hablar de eso se le hizo más fácil y nunca encontró una reacción negativa de ninguno de ellos.
Cumplidos los 20 años, Matt vio cómo muchos de sus amigos se fueron a estudiar a la universidad de Birmingham, así que se fue a vivir allí también solo para seguir saliendo de fiesta.
Entonces tuvo la sensación de que empezaba a quedarse atrás. Sus amigos iban avanzando con sus vidas, licenciándose, formando parejas… pero él no.
No hubo un momento concreto en el que tuvo una revelación, pero poco a poco empezó a pensar: “Tengo esto desde que tenía 8 años y siempre me dijeron que me quedaban dos años de vida”.
“¿Y qué pasa si no son dos años? ¿Y si es más tiempo?”.
Nunca se le había ocurrido que quizás pudiera alcanzar los 50 o 60 años. Entonces se dio cuenta de que tenía que hacer algo en caso de que acabara viviendo diez años más.
Salir del agujero
Así que se matriculó en un curso de la Universidad de Birmingham y, por primera vez desde su diagnóstico de VIH, se esforzó en sus estudios y obtuvo buenas notas.
“Para mi fue un punto de inflexión”, dice. “Pensé: 'en serio puedo hacer esto'”.
Y un primer diploma lo llevó a una licenciatura.
Entretanto, se seguía haciendo revisiones médicas. Normalmente el VIH mata las células CD4, pero sus valores en la sangre mostraban niveles adecuados.
Lo que sí empezó a darle problemas fue su hepatitis.
Una biopsia reveló que su hígado tenía cicatrices y estaba dañado, así que empezó un duro tratamiento con fármacos muy potentes, ribavirina e interferón, para tratar de deshacerse del virus.
Después de 12 meses, los doctores tenían buenísimas noticias: estaba libre de hepatitis C.
Ahí fue cuando Matt agarró impulso y se fue a Australia, el lugar más lejano de su vida en Rugby y de la gente que lo conocía de siempre.
“Creo que me fui de viaje para alejarme de mi mismo”, dice.
“Quería gente nueva que no me conociera. Podía ser alguien diferente. Podía olvidar, esencialmente, todo lo que me había pasado en los últimos años y la carga emocional que llevaba”.
Contarle a la gente que tenía VIH la pareció más fácil allí. Solo los conocería durante un breve período de tiempo.
Por primera vez, empezó a contemplar la idea de tener una relación amorosa. Sus padres le habían metido siempre en la cabeza la idea de avisar a potenciales parejas sobre su salud y de darles la opción de cortar la relación.
Pero eso era mucho más aterrador que contárselo a los amigos cercanos.
Conoció a algunas chicas, pero las relaciones no pasaron de pequeños amoríos de verano.
2000: regreso a casa
Matt regresó a Inglaterra poco antes de las navidades de 2000. Y en esa época empezó a pensar que quizá acabaría viviendo durante mucho tiempo.
“Creo que viajar me ayudó mucho”, admite. Entre otras cosas, a liberarse de prejuicios sobre el VIH.
Y con la llegada de los tratamientos antirretrovirales, la gente dejó de considerar el VIH como una sentencia de muerte automática. Eso le ayudó.
En 2003, durante un viaje para una despedida de soltero, Matt conoció a una chica con la que intercambió números de teléfono.
Pronto empezaron a salir. Ya al principio de la relación, Matt mencionó que tenía VIH y se preparó para ser rechazado. Pero aquello “no la desconcertó”.
Para 2008 estaban casados. “No le importó lo más mínimo”.
Una vida nueva
Si encontrar pareja había estado fuera de lo imaginable para él, tener hijos le había parecido totalmente impensable.
“Creía que era físicamente, médicamente imposible“, dice.
Pero uno de sus amigos de la infancia, que también era hemofílico, le contó que había sido padre gracias a una técnica llamada lavado de semen, una forma de reproducción asistida.
Matt se interesó por esa técnica pero se llevó una gran sorpresa cuando un experto le dijo que, dado que su carga viral era prácticamente indetectable, sería seguro que tuvieran un bebé de manera natural.
“Yo no me podía creer lo que me estaban diciendo”, dice. “Pensé: '¿sabes por lo que he pasado los últimos 15 o 20 años?'”.
“Pero temiendo la mínima posiblidad de que pudiera transmitirle el virus a mi hijo, después de mi propia experiencia, no quise arriesgarme”, recuerda.
“Así que hicimos tres ciclos con esa técnica de lavado de semen y tuvimos un niño. Después, volvimos a repetirla para el segundo”.
Ser padre le cambió la vida a Matt.
Ahora, ver que sus hijos se aproximan a la edad a la que a él le dijeron que estaba enfermo, le hace pensar en la magnitud de lo que le pasó.
“Es el único momento en que me emociono”, dice. “Me enfurece. Es como una ira desplazada. Como si se lo hicieran a mis hijos, no a mi”.
Una lotería
¿Cómo reaccionaría si le dijeran hoy que a sus hijos les quedan dos años de vida? “Dios, no sé lo que haría, solo Dios sabe cómo se sintieron mis padres”, afirma.
Después de décadas de presión por parte de activistas, el gobierno británico está a punto de abrir una investigación pública sobre el escándalo de la sangre contaminada.
No deja de sorprenderse cuando mira a su propia historia. De los 1250 pacientes que se estima fueron infectados con hepatitis C y VIH por aquel escándalo, menos de 250 siguen vivos, según la organización Tainted Blood.
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“En términos de resultados de muertes, es realmente como si me hubiera tocado la lotería”, dice.
Matt cree que, a pesar del gran número de víctimas, el escándalo no ha acaparado mucha atención por el legado del estigma en torno al VIH y el sida. Y por eso, quiere contar su historia.
“Estoy contento con mi vida en este momento: tengo una familia genial, con una esposa y dos niños maravillosos.
“Tengo todos los motivos para sentirme agradecido. Pero no debería tener que sentirme agradecido por eso”, concluye.