SIN FRONTERAS

A los oídos del juez Sabraw

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Encaramado estaba sobre el copete de uno de los montes más altos del país, viendo aquella explosión natural de cimas y barrancos, cuando llegó el alcalde auxiliar a darme la noticia que no quería escuchar. La ruta hacia la aldea Suntelaj estaba tapada. Era época de lluvia. Un alud había caído sobre el camino de tierra; o el camino de tierra se había desplomado en un alud. No recuerdo cuál de las dos. “De que llegamos, llegamos”, insistía el chofer, con valentía coloquial, aunque no aseguraba nada sobre el regreso. El lodo era tanto, que seguramente nuestro todo-terreno quedaría atascado en alguna de las mil curvas que bordean los abismos. Sin hospedaje, gasolinera, o civilización a la vista, llegaba el momento de definir una solución. Decidí entonces acudir a las autoridades ancestrales locales. Afortunadamente, fue la mejor decisión que pude tomar.

El sistema judicial en Stuart, Florida, me había comisionado para buscar a los padres de una niña, cuya adopción pendía únicamente de que fueran notificados. La niña, por azares del destino, vivía allá, y los padres acá. Pero con un mundo de distancia entre ambos, -física, legal y cultural-, la misión parecía imposible para el sistema. De los padres naturales, no se sabía más que su nombre, y que procedían de esta aldea, Suntelaj, a horas de distancia de San Miguel Acatán. Un primitivo municipio refundido en el centro de Huehuetenango. Pero se desconocía si aún vivían ahí, o si habían emigrado nuevamente –como tantos otros— hacia el Norte. De hecho, no se sabía siquiera si vivían, o si habían muerto. Entré al salón municipal, tras explicar al alcalde la razón de mi visita. Y sin demora, vi entrar –uno por uno— a los concejales ancestrales, garantes de la certeza jurídica que reina en el lugar. El auxiliar de Suntelaj conocía a la familia; recordaba a la niña que viajó hace años a Florida. El alcalde, en ese momento, les llamó por su celular. Cuando el padre contestó, fue conminado a asistir al salón municipal. Así, al día siguiente, logré notificarles, tomar declaración de su consentimiento, y resolver la barrera que impedía que la niña tuviera una familia.

Desde mayo de este año, una cantidad indefinida de niños centroamericanos están en albergues en EE. UU., separados de sus padres, que fueron deportados a sus países de origen. Inicialmente, nuestro gobierno habló de medio millar de casos guatemaltecos. Pero ahora, según se lee, habrían reconocido que la cifra actualizada –solo de guatemaltecos- supera los 2 mil. Cuando estos padres regresaron al país, no se guardó registro de ellos, ni datos de contacto, que sirvan para la reunificación. Sin procedimientos, ni sedes en provincia, el Gobierno Central carece de recursos para encontrar a los afectados. Y más bien, debido a intereses políticos, es válido sospechar que la cancillería nacional opte por ocultar información de la tragedia, para evitar mayor bochorno a la administración del presidente Trump, de quien busca amistad.

En estos días, el juez Dana Sabraw, en EE. UU., definirá un camino para procurar la reunificación. Como era de esperarse, el mayor obstáculo es encontrar a los padres deportados. Los de Guatemala, regados por nuestra ruralidad intercultural. Ocultos de los gobiernos que actúan como si los migrantes fueran enemigos. Espero que el juez Sabraw ordene a contactar organizaciones comunitarias y ancestrales del lugar de nacimiento, según los registros civiles; y que no busque al gobierno guatemalteco, más que para lo burocráticamente necesario; pues nuestra presidencia muestra más lealtad con la Casa Blanca misma, que con su propia población migrante. El éxito de la misión radica en lo comunitario. Espero que esto llegue a oídos del juez. Cada vez que una judicatura estadounidense me ha comisionado, esa ha sido la clave.

@pepsol

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