SIN FRONTERAS

El que pierde, paga los helados

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Dos trabajadores juegan pelota un viernes por la tarde en un parqueo al aire libre. Hacen tiros a portería en un marco improvisado. El que mete un gol, hace el siguiente tiro; y el que falla, va de nuevo de portero. Así, pasan la tarde sudando, mientras se rotan en el sacarrín. Matan hoy el tiempo, mientras no había mucho trabajo. El lunes, de sorpresa, amaneció dentro del predio una bola; una de esas de plástico, rayada, amarillo y blanco. De pronto empezaron las boleadas, los retos y la chamusca entre dos. Uno es un muchacho joven. Ordena carros, y los lava cuando el cliente así lo pide. De Momostenango, hace la labor que toca siempre a las masas; al pueblo no educado y que no está conectado, en este país de privilegios. Su compañero, con quien se disputa hoy en juego, jamás anticipó estar haciendo un trabajo rústico y sencillo. Pero le gusta, lo disfruta. Lejos quedaron sus batallas de abogado; su iniciativa por convencer, en un mundo de injusticias; sus horas de escritorio, los ministros, los proyectos e informes, y la ansiedad de la espera por la voluntad del político de turno. Guardada la corbata, su jornada ahora es simple. En eso pensó, cuando resbaló al suelo, en su intento por meter un gol, con que ganaría la partida. Hacía treinta años que no le pasaba esto. Jugar así, reírse así. Tirado, empolvado y con las manos extendidas, viendo al cielo, recuerda los caminos de su vida. Sonríe. Es feliz.

Como tantos otros, tengo en mis raíces familiares clavado el orgullo de funcionarios que hicieron gestión pública responsable y valiosa. Pienso en mi abuelo, don R. Felipe Solares, que como ministro de Hacienda y Crédito Público del presidente Orellana inició y tuvo un rol determinante en la Reforma Monetaria y Bancaria. Esta nos dejó —entre otros— el legado del sólido quetzal como moneda. O en mi tío, el ingeniero Luis Hugo Solares, cuya experiencia como funcionario de carrera lo llevó a ser ministro de Comunicaciones en dos gobiernos. Al día de hoy, y años después de su fallecimiento, cuando me encuentro con ingenieros de esa generación, se detienen para compartirme historias del tío que reflejan su infinita estatura moral y la probidad con la que dirigió la cartera. Y no digamos en mi papá, el doctor Jorge Solares Aguilar, que dedicó cincuenta y la madre de años de su vida al crecimiento de la academia y las humanidades en su amada casa, la pública Universidad de San Carlos. Cuando fundamentó en sus valores humanísticos una candidatura a la rectoría fue devorado en votos por quienes ofrecieron almuerzos y chonguengue. Poco a poco fueron ganando quienes buscan desmantelar el Estado y desprestigiar lo público, que nos pertenece e interesa a todos.

En Guatemala los papeles están invertidos. Vi el otro día a un presidente disfrazado de soldado. No vestido, disfrazado. El señor no mostraba mucho que aportar en el campo de la ciencia, lo público, lo humanístico o el Estado. Sus amigotes en altos puestos, mientras —por ejemplo— politólogos o salubristas, de alto valor que conozco, dependiendo de su próximo contrato, para su diario sobrevivir. Pareciera que mientras mayor es la capacidad de aportar del profesional más bajo es su lugar en los peldaños del Gobierno. Y esto, bajo la vista de sectores de poder, que se benefician de un Estado débil. Es por eso que ese profesional escapó. Tirado en el suelo, empolvado y sudado, hoy mira al cielo, dejando a un lado lo que un día quiso aportar. Buscó felicidad. Y la encontró con su amigo momosteco, bajo el sol, haciendo cosas sencillas. A veces, después del mediodía, si no hay mucho que hacer se toman turnos tirando piedras a una cubeta. Es como vivir cuando uno era niño. El que pierde va por los helados.

@pepsol

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