MIRADOR
Las manchas del tigre
Hace un año, un domingo muy temprano, mientras la mayoría de la población aún dormía, el presidente Morales activó una bomba de relojería que terminó estallándole en las manos. Declaró persona no grata al comisionado jefe de la Cicig y ordenó su expulsión del país. Las razones aducidas terminaron mostrándose como el escaparate de una realidad subyacente, diferente y compleja. El MP, con apoyo de la Cicig, había procesado a su hijo y a su hermano, perseguía a fundadores del partido FCN, como el prófugo diputado Ovalle, y tenía en el punto de mira a políticos —ahora ya sabemos quiénes eran—, además de otro asunto legal que todavía importuna al mandatario: el delito de financiamiento electoral ilícito, en tanto era secretario general del FCN.
No es posible, según la CC, expulsar al comisionado porque el Estado de Guatemala tiene suscrito un convenio en el que se especifican las formas de resolver las diferencias. De esa cuenta, el Ejecutivo quedó en entredicho y prevaleció la percepción de que detrás de esa exigencia de salida del país existe un interés personal del presidente, producto de la situación legal de sus familiares, pero también de un complejo entorno de persecución judicial contra el FCN, diferentes partidos políticos y variopintos actores que lo apoyan y sostienen. La estrategia es clara y persistente: silenciar a toda costa a un comisionado que, a diferencia de sus antecesores, promueve la persecución penal contra la corrupción.
El 27 de agosto de 2017 representó un punto de inflexión en la agitada vida nacional. Además de desvelar el interés de personas y grupos por deshacerse de Cicig, promovió, quizá sin querer, una división entre los que aplauden la actuación del ente internacional y quienes lo confrontan, unos y otros integrados por convencidos racionales, viscerales hepáticos y pasivos ruidosos.
Desde aquella fecha se intensificó la campaña contra la Cicig con acciones y manifestaciones diversas que han jalonado el último año: aquellos decretos funestos aprobados por el Congreso en tiempo récord y anulados bajo presión ciudadana, la irrupción del difunto alcalde capitalino en la conferencia del MP, en la que se le señalaba y solicitaba levantar su antejuicio; la campaña de bienvenida al embajador Arreaga, ahora “condenado” por los mismos que lo ensalzaron, la elección del junior Arzú como presidente del Congreso —hecho insólito, por ser el único diputado de un partido—, el nombramiento del nuevo ministro de Gobernación —exasesor de la Muni—, quien alienta la falta de colaboración entre la policía y la justicia, el caso Bitkov, palanca internacional para congelar parte del dinero con el que USA apoya a Cicig —otra estrategia fallida—; la solicitud de “cambio” de los embajadores de Venezuela y Suecia, pactado, según dicen, pero fracasado en su ejecución, por no haberse hecho según la Convención de Viena; el traslado de la embajada de Guatemala a Jerusalén, sin ventaja alguna pero asumiendo altos riesgos; el señalamiento contra el presidente —aún por demostrar— de abusos sexuales contra empleadas de cierto ministerio cuyo ministro debería estar cesado hace tiempo; la protección descarada a un general señalado de parricidio, la reducción de la seguridad a la sede de la Cicig, etc.
En definitiva, una escalada de la crisis, sin un solo éxito gubernamental, que seguramente se reactivará en pocos días como remedio a la decadente acción de una administración que desea mantenerse en pie a toda costa por los problemas judiciales de quienes la integran o apoyan. Otra vergüenza nacional de la era “democrática” que anima a salir de una vez por todas de mafiosos enquistados en las instituciones públicas que solo saben agregarle manchas al tigre.
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