AL GRANO
La política como modus vivendi
Creo que no exagero al afirmar que durante los últimos treinta a treinta y cinco años, la actividad política —esto es, el quehacer de los políticos de profesión— se ha ido enfocando en su rentabilidad para quienes en él actúan: los agentes del proceso político.
' Cuando el proceso político se convierte en un negocio, hay que mirar qué pasa.
Eduardo Mayora Alvarado
Se impone la cuestión de cómo ha podido ocurrir esto si, de acuerdo con la Constitución Política, el fin supremo del Estado es el bien común, no el bienestar económico de los agentes el proceso político. No son solamente de ellos, sino de algunos funcionarios, asesores y, por supuesto, “los clientes”.
En esto no hay nada de misterio, opino yo. Es la suma de dos factores, a saber: primero, que en la Constitución Política no está suficientemente claro que los poderes públicos sólo pueden actuar sobre la base del principio de “generalidad”. Dicho de otra forma, que ningún órgano del Estado puede favorecer arbitrariamente a un individuo o grupo de individuos a costa de la generalidad de los ciudadanos o de otro grupo de individuos.
Acabamos de vivir un ejemplo claro de esto con la llamada “Ley de Emergencia”. En ella se asignan fondos por cientos de millones, entre otras cosas, para cubrir las prestaciones laborales contenidas en los pactos colectivos que los agentes del proceso político suscribieron con los sindicatos de Salud Pública y de Educación. Los órganos del Estado se consideran legitimados para entregar cientos de millones de quetzales a esos grupos de individuos a costa de las finanzas del Estado, esto es, en definitiva, a costa de los demás ciudadanos. Pero es absurdo que sea posible alcanzar el bien común por medio de un acto legislativo discriminatorio como ha sido este. No es la única discriminación contraria al principio de generalidad ahí contenida, pero el punto medular es que éste “remunera” algo que los beneficiarios de esos millones han dado a cambio.
El segundo factor que permite que el proceso político exista para el bienestar de los agentes del proceso político, es la impunidad. La Constitución y las leyes persiguen imperfectamente evitar que los gastos del Estado, sus adquisiciones, sus inversiones y políticas públicas redunden en otra cosa que no sea el bien común. Que terminen favoreciendo a determinados individuos o grupos que, por haber pagado una mordida o por haber contribuido a la campaña política de algún partido, se hayan ganado los dulces de esa piñata.
Ahora bien, para que esas normas jurídicas tengan efecto se requiere de la existencia de unos señores, a tal punto independientes que, si así quedara probado en un proceso judicial, las hagan valer. Es decir, se requiere de unos jueces a tal punto protegidos por la Constitución y las leyes que no quepan ni amenazas, ni dádivas, ni influencias del poder o de los poderosos, que permitan que reine la impunidad. Y eso, no lo tenemos.
Las consecuencias de poder usar el poder público para favorecer a determinados grupos y de poder actuar impunemente, son muchas. La principal es que el proceso político se convierte en un modus vivendi.
Mientras no se deje claro por la Corte de Constitucionalidad que el régimen del servicio civil impide concebir pactos colectivos ventajistas por ser contrario al principio de generalidad, mientras no se deje claro por la Corte de Constitucionalidad que ninguna política pública puede tener nombre y apellido, mientras la Corte de Constitucionalidad no deje claro que el poder legislativo no puede ejercerse válidamente para transferir fondos de unos grupos a otros —como no sea para realizar el bien común— el proceso político será un negocio y, mientras carezcamos de un Poder Judicial verdaderamente independiente, será un negocio impune.