Aquella noche en el Hampden Park de Glasgow Iker Casillas comenzó a labrar su fama de santo con paradas que frenaron al Bayer Leverkusen.
En el mismo escenario donde 42 años antes habían firmado historia sobre el césped del Hampden Park leyendas de la talla de Alfredo Di Stéfano, Ferenc Puskas o Paco Gento, con una goleada sin precedentes en una final de la Copa de Europa, 7-3 al Eintracht de Fráncfort, llegó la conquista de una nueva Copa de Europa.
La volea de Zidane
El balón cayó llovido del cielo de Glasgow tras un centro con su zurda de oro de Roberto Carlos. Fue un recurso que inventó, tras una carrera rápida, ante el poderío físico de su marcador.
Probó golpeando al cielo un esférico cuya trayectoria fijó desde el inicio con su mirada Zidane. Libre de marca al borde del área. Tensó el cuerpo. Lo preparó para hacer un giro de cadera según la trayectoria descendía, para engancharlo con su pie izquierdo con una curva imposible de detener por el vuelo de Hans-Jörg Butt.
Zidane firmó uno de los goles más bellos de una final de cualquier competición, elegido años después como el tanto más bonito de la historia de la Champions.
Una acción que casa a la perfección con la música clásica si se silencia el ruido del estadio durante más segundos de lo que duró el descenso del balón antes del estallido. Una sinfonía que rompió con su grito de celebración Zizou.
Era la segunda Liga de Campeones con Vicente del Bosque al mando en dos años. Había tomado ese curso una decisión impopular, sentar a Casillas. Lo conocía desde los 9 años y veía un bajón en su rendimiento.
A finales de febrero dio paso a César Sánchez en las tres competiciones. Era un año señalado, el del centenario madridista, y a Casillas no le sentó bien su primera suplencia en la élite. Sostiene que fue una decisión impulsada por el capitán Fernando Hierro, su inseparable amigo, y nada de lo que le han explicado con el paso de los años le convencerá.
Pero para los deportistas tocados por una varita como Iker Casillas, siempre hay un giro inesperado como ocurrió en Glasgow. Había visto desde el banquillo todos los partidos europeos desde el fin de la fase de grupos, incluido el triunfo en semifinales ante el eterno enemigo.
El Camp Nou veía como nueve años después, el Real Madrid salía victorioso con los goles de Zidane y McManaman.
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La final de la Liga de Campeones se convertía en el todo o nada a un equipo que no había cumplido en Liga y que recibió el golpe del ‘Centenariazo’ en la final de Copa del Rey ante el Dépor en el Santiago Bernabéu. La había encarrilado pronto Raúl González.
A los 8 minutos, mostrando su picardía habitual lanzando una carrera a la espalda de los centrales para convertir en asistencia un saque de banda de Roberto Carlos. Zurdazo cruzado a la red y el rey de Europa se lanzaba a engrandecer su prestigio.
Era el Real Madrid de Zidane, que tomó el mando del juego y bailó con el esférico, y de Raúl. Rodeado de aquellos con los que desarrolló una complicidad especial en el césped, Luis Figo y Fernando Morientes.
Con Makelele realizando labores claves en la medular como único medio puro. El resto eran ofensivos, con Santi Solari en la izquierda que tuvo la sentencia con un buen zurdazo.
El gol majestuoso había dado paso a una segunda parte de dominio pero con un final repleto de sufrimiento. César cayó lesionado al pisar mal en una salida. Fue sustituido a los 67 minutos. El destino le tenía preparado un papel de protagonista a Casillas.
Salió con cara de pocos amigos el día que había pedido a su madre que no viajara al estadio para ver una final que no jugaría. Y se desquitó con tres paradas repletas de reflejos que dejaron sin premio y con gestos de impotencia al equipo liderado por Michael Ballack. San Iker puso el broche y sus lágrimas representaron la emoción del madridismo en su San Isidro más especial.