Más de tres centenas de kilómetros en los que caminaron y se llagaron; pidieron agua y se deshidrataron; renegaron de la lluvia y se quemaron con el sol; saltaron a Guatemala por la fuerza, pues la nueva visa de entrada es una prueba que compruebe la no portación del covid-19.
Más de 300 mil metros que arrancaron por la violencia, o por la pobreza, o por la desigualdad, o por las desavenencias políticas de una Honduras que ha sido acusada tanto de régimen autoritario como de narcoestado bajo la gestión de Juan Orlando Hernández.
Luego de decir aquellas palabras, Canchacan se convirtió en San Quintín; por un lado, voces insultando a los militares y agentes de la Policía Nacional Civil que tenían, por orden, impedirles el paso hacia el noroccidente a aquellos hondureños.
Por otro lado, otras voces llamaban a sus compatriotas y compañeros a no exaltarse. Bajo órdenes del presidente de la república, Alejandro Giammattei, replicadas por el gobernador de Petén, las fuerzas de seguridad tenían instrucción de detener y regresar a los migrantes que hubieran ingresado al país de manera forzosa.
Como los miembros de la caravana
La frontera se trasladó a la pequeña franja de asfalto que quedaba entre las botas técnicas de los soldados y los zuecos sintéticos y sandalias que portaban la mayoría de caminantes. Comenzaron a vociferarles llamando a la compasión, a la unidad centroamericana y señalándoles que ellos mismos o sus familias, como guatemaltecos, también podrían verse en la necesidad de migrar.
Bajo la llovizna, se calentaron los ánimos. De los alegatos a los insultos. De los insultos, a las piedras.
Palos en manos migrantes.
Porras en manos militares.
Y comenzó el choque.
“¡Aquí van los niños, por el amor de Dios!” gritó una mujer.
Mientras que los desplazados buscaban avanzar a partir de arrojar objetos, los soldados lo hacían… yendo hacia adelante. Con los escudos antimotines al frente, los cascos recibiendo pedradas y las porras listas para utilizarse, comenzaron a caminar con cantos propios de la disciplina marcial y del cuerpo Kaibil como banda sonora. Acompasados por disparos de balas de salva.
Los migrantes tenían poco, pero entre ello había botellas de cristal y trozos de tela. Poco más hace falta para elaborar cócteles molotov. Y al lanzarlos, la mal iluminada carretera que conduce hacia Poptún cobró un tono naranja amarillento.
Fue ahí cuando el Ejército decidió responder con municiones de fogueo. ¡Plum, plum, plum!
De repente, para auxiliar a los de verde tuvieron que llegar los de naranja, el Batallón Humanitario del Ejército (BHE), porque el color rojo comenzaba a tintarse en algunos espacios de piel morena.
A un militar le revisaban el ojo; la primera horda de ramas y pedruscos encontró destino en su rostro. “Nada grave”, le decía una miembro del BHE.
Canchacan está en un pequeño valle. Cuesta arriba hacia un lado, cuesta arriba hacia el otro; cuesta abajo por ambos, se va llegando al sitio conocido por los lugareños (autoridades y civiles) como “Cuarentena”.
El enfrentamiento comenzó en la parte de abajo, sobre la carretera, no dentro del puesto de control. El paso estaba vedado para los vehículos; por la hora, más allá de las nueve de la noche, casi todos eran tráileres. Los migrantes siguieron gritando; los soldados, cantando y marchando.
A los primeros se les hizo cuesta arriba y de espaldas, porque los segundos iban logrando, de apoco, contener y devolver los envites.
Seguían las piedras. Seguían los disparos de salva.
Mientras eso ocurría, en el puesto de control se mantenía el grueso de la caravana. Sometidos, no por las fuerzas de seguridad, sino por el hambre y el cansancio que solo una marcha maratónica sin meta visible genera; por la decepción de quizás no lograr el sueño americano, y con la casi certeza de que aquella empresa concluiría donde arrancó: San Pedro Sula.
Habían decidido, voluntariamente, volver a Honduras.
Sus compañeros, en beligerancia, no habían tomado esa decisión, pero el transcurso de las acciones se las pondría casi como la única a elegir. Ya les habían hecho retroceder 500 metros.
¡Abran paso, abran paso!
Un soldado raso, no llegaría a 20 años, aparecía con el rostro reventado por el impacto de alguna roca. Estaba confundido, desorientado, y con el foco de la cámara, la propia y la de prensa, sobre él. Un herido en combate suele convertirse en la imagen perfecta para ilustrar una noche de enfrentamientos.
Al rato, otro.
Este no podía caminar, tampoco responder. Dos compañeros lo llevaban a cuestas desde la primera línea de combate. A él le colgaban las piernas; a ellos, se les aceleraban. Había que llevarlo con el BHE.
Ya no había molotov, así que solo las linternas de la Policía Nacional Civil, que se mantenía guardándole las espaldas a los militares, daban luz a la negra carretera.
Cuando hubo más uniformados que desamparados, los rodearon y les hicieron sentarse en plena carretera. Un buen grupo, el de los más insurgentes, huyó por la selva petenera.
“Mucho molestar, pero luego se ca…”, decían de aquellos que se ocultaron entre los árboles. Derrotados, en el suelo, con bolsas de agua que las propias fuerzas de seguridad les dieron.
“A ellos les dan agua… ¿y a nosotros qué pu…?” dijo un agente de la PNC.
El Ejército se había quedado en la base de la cuesta. La PNC subió a hacer el trabajo de contención, ordenamiento y detención.
Seguía cortado el tránsito, hasta que apareció un todoterreno de lujo del que se bajaron tres hombres vestidos de paisano con pistolas listas.
Tras ellos, de camisa rosada de botones, vaqueros azules y botas de montaña, Luis Rodolfo Burgos, gobernador de Petén.
“Hemos dispuesto estos camiones para retornarlos, serán llevados a El Corinto”, explicaba al micrófono el delegado del presidente Alejandro Giammattei para el departamento más grande de Guatemala.
Ahí, a un kilómetro de “la Cuarentena”, los migrantes estaban tan sometidos como sus compañeros, compatriotas y, en muchos casos, parientes del puesto de control. Fueron subiendo, uno a uno, al camión en el que eran organizados por la PNC, que se encargó de “limpiar” la escena de combate.
El Ejército ya retomaba su posición en el puesto de control. Los insurgentes escaparon. Más camiones llegaron por el resto de hondureños
La caravana, en esta ala, llegaba a su fin sin siquiera salir de territorio centroamericano.
¿Y qué fue aquello que le hicieron al migrante hondureño, que era lo “pero que le podían hacer” y que se convirtió en motivo de su calentamiento?
Tiraron la bandera de Honduras al suelo y la patearon. ¿Vos sabés lo que eso representa! ¡Es un insulto!
Patearon la bandera del país que los vio nacer y en el que buscaban no morir.
“Vale más cualquier quimera, que un trozo de tela triste”, canta Jorge Drexler. Y una quimera puede ser una riña o contienda… pero también algo que se propone la imaginación como cierto, aún cuando no lo sea.