EDITORIAL
Politiquería desperdicia el bono demográfico
Resulta curiosa la forma en que durante los tres años siguientes a una elección los políticos electos para cargos públicos, a todo nivel, se concentran en algunas actividades promocionales, tales como la “inauguración” de trabajos de obras -de cuya conclusión o calidad no siempre hay certeza-, se interesan en polemizar para publicitar lo que consideren avances, defender a allegados o justificar contradicciones respecto de sus discursos proselitistas.
En todas aquellas peroratas encendidas, emocionadas y promocionales siempre surgen temas como la salud, el acceso a créditos productivos, mejoras en infraestructura y críticas hacia el comportamiento de los predecesores y de políticos rivales. En fin, se promete de todo y a continuación viene una práctica recurrente, que se ve muy bien en fotografías y videos de redes sociales porque refleja la calidad humana del aspirante: abrazar, cargar o saludar a niños, que fueron mencionados como el futuro, el porvenir, los ciudadanos del mañana. Desafortunadamente, desde aquellos momentos de henchido gozo electorero a las auténticas acciones de Estado, de largo plazo, con visión prospectiva madura y genuina convicción desapegada de la politiquería, suele surgir un abismo de intereses -o más bien de desintereses-, de agendas colaterales, de incapacidades de subalternos y una vasta lista de excusas y endoso de culpas.
El bono demográfico de población, como se denomina a las generaciones de guatemaltecos que nacerán entre 2015 y 2050, constituye el más valioso recurso que el país posee debido a que se trata de un enorme segmento joven de población; es decir, de potencial productivo humano, que una vez pasado ese lapso desaparecerá o, en todo caso, envejecerá y por lo tanto habrá una mayor proporción de adultos mayores que de niños y jóvenes. Es justo por esa temporalidad limitada que el bono demográfico es un potencial en el que vale la pena invertir los recursos que sean necesarios para garantizar su crecimiento sano, con una nutrición adecuada, educación de calidad y un entorno seguro.
¿Pero qué han hecho los políticos y los gobernantes en las últimas tres décadas respecto de este tema? Perder el tiempo en programas sin continuidad, desperdiciar recursos en inventos burocráticos -incluido el ministerio de supuesto Desarrollo-, desechar iniciativas valiosas como el proyecto Crecer Sano financiado por el Banco Mundial simplemente porque no daba lugar a ganancias ilícitas, asignar a allegados contratos de compra de “alimentos” que no solo podrían conseguirse más baratos a través de organismos internacionales, sino también de mejor calidad.
Discutir una agenda de nutrición, educación y desarrollo infanto-juvenil para los próximos 30 años, sobre todo a partir de las brechas que abrió la pandemia, debería ser la prioridad de todos esos grupúsculos que se hacen llamar bancadas del Congreso. Desgraciadamente, esos temas no despiertan el interés por formar un quorum para su discusión y aprobación como una política de Estado que debería atravesar los próximos siete gobiernos.
Es tan evidente la displicencia o la incapacidad para abordar el tema, que no figura en absoluto en la agenda legislativa. Y si llegara a incluirse, es casi seguro que se suspenderá la sesión por incomparecencia. No habrá barricadas policiales ni reuniones a escondidas, pero no por una actitud de contrición, sino porque no les importa esa población del futuro, al menos hasta que vuelvan a estar en temporada electorera.