En agosto de 2017, recibí una llamada telefónica en medio de la noche. Mi padre había muerto solo en un accidente automovilístico en California, lejos de quienes lo conocían y amaban.
Mientras atravesaba mi duelo, la muerte de mi padre trajo cierta claridad sobre mi vocación como esposo y padre. Como mi relación con mi padre había estado marcada por la distancia, quise que mi relación con mi esposa e hijos estuviera marcada por la sanación. También me obligó a revaluar mi carrera. Mi objetivo dejó de ser impresionar a otros escritores y académicos. En cambio, me enfocaría ahora en utilizar mis palabras para encontrar belleza y esperanza. No podía escribir un final diferente para la historia de mi padre, pero podía demostrar que para otros sí era posible un final diferente.
Durante el último año y medio, muchas personas han experimentado algo similar a lo que yo sentí cuando murió mi padre. No soy el único que ha recibido una llamada aterradora que nos despierta de nuestro letargo y nos cambia para siempre. Puede que haya sido una notificación de que un ser querido estaba conectado a un respirador en vez de haber muerto en un accidente automovilístico, pero el trauma es el mismo. Esta pandemia ha truncado conversaciones y vidas.
Además, parece traer una claridad similar a las personas sobre sus prioridades: la pandemia ha provocado uno de los cambios en los empleos más grandes de los últimos tiempos. Millones de estadounidenses han hecho cambios. El mercado inmobiliario está explotando a medida que más personas reconsideran dónde quieren vivir. Estamos en medio de una transición social, un despertar sobre cuán diferente queremos que sean nuestras vidas. Pero los cambios dejan un problema sin resolver: ¿Por qué no supimos todo eso antes?
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Todos estos cambios en los que se está embarcando la gente durante la pandemia me hacen pensar que no éramos muy felices antes de la pandemia. ¿Qué parte de nuestras vidas nos impidió ver cosas que ahora nos son tan claras? Cuando conversé con amigos y vecinos sobre esto, emergieron dos temas. La pandemia nos ha desengañado de la ilusión de que el tiempo es un recurso ilimitado y de la falsa promesa de que los sacrificios que hacemos por nuestras carreras siempre valen la pena.
Antes de la pandemia, muchos de nosotros sabíamos que íbamos a morir, pero no lo creíamos. O quizás sí lo creíamos, pero lo considerábamos un problema con el que lidiaríamos luego. Mientras tanto, el ejercicio y una dieta saludable eran el diezmo que le pagábamos a nuestros temores. Creíamos que teníamos tiempo.
Aun con todo lo que sabemos sobre las tasas de mortalidad relativamente bajas de COVID-19 entre los jóvenes, la verdad es que sigue siendo una especie de lotería mortal. Podrías tomar todas las precauciones, estar en esencia sano y aun así morir de manera casi súbita. Tengo compañeros de clases y amigos que se graduaron conmigo en el bachillerato y en la universidad que han muerto por esta enfermedad.
Hemos tenido que considerar nuestra mortalidad colectiva. Y ahora nos enfrentamos con la pregunta del propósito. Como dice el salmista bíblico: “Nuestra alma ha escapado cuál ave de la trampa de los cazadores; se rompió la trampa, y escapamos nosotros” (Salmos 124:7). El COVID-19 amenazó con capturarnos con su trampa, pero hasta ahora hemos podido eludirla. ¿Qué debemos hacer con esta oportunidad?
Esta oportunidad dejó en evidencia lo que podría haber estado oculto. Quizás los sacrificios que hacemos por nuestras carreras no valen la pena. Cuando teníamos la ilusión del tiempo, los salarios bajos, los largos viajes al trabajo, el alto costo de la vida y la separación de los seres queridos parecían ser un pequeño precio a pagar por tener una carrera exitosa. Pero la pandemia nos recordó que hay cosas más importantes que el progreso vocacional.
Los amigos con hijos se dieron cuenta de que vivir lejos de la familia significaba que no tenían una red social que pudiera ayudarlos cuando la escuela y la logística de la vida se complicara. El COVID-19 nos mostró que cuando los sistemas se quiebran, necesitamos personas.
Esto fue igual de cierto para los amigos solteros que vivían en zonas donde toda la vida social estaba diseñada para personas casadas con familias. Estar confinado en casa ayudó a muchas personas a darse cuenta de lo solos que estaban antes de la pandemia y de las pocas personas a las que en verdad podían acudir si tenían un problema.
La pandemia nos ha recordado que la vida es más que lo que hacemos. Se trata de con quién pasamos nuestras vidas. No podemos abrazar una carrera o reírnos con un ascenso laboral. Estamos hechos para la amistad, el amor y la comunidad.
Reconozco que para algunas personas, el COVID-19 no planteó las mismas preguntas existenciales, ya que tuvieron que lidiar con problemas de supervivencia, como la necesidad de alimentación y de un lugar cálido para dormir. Sin embargo, tengo familiares que trabajan en la industria de servicios que se están planteando preguntas similares. Ya no están dispuestos a lidiar con el maltrato de clientes groseros por un salario que apenas alcanza para sobrevivir. Están luchando para poder pagar sus gastos, pero lo están haciendo en sus términos, con su humanidad intacta.
Si existe una lección en todo esto para los empleadores, es que deben recordar que los empleados son más que trabajadores. Tenemos una identidad fuera de las horas ya comprometidas con la actividad que nos da de comer. Los empleos que tratan a sus empleados de manera honorable brindan flexibilidad y dejan espacio para la vida fuera del trabajo, prosperarán.
No pude hablar con mi padre una última vez, pero sí pronuncié el panegírico en su funeral. La necesidad de darle sentido a su muerte reveló lo que a menudo fue difícil de ver en el vaivén y el fluir de nuestra vida juntos. No fue solo el villano que le causó mucho dolor a nuestra familia; fue una persona rota que intentó conseguir su lugar en un mundo que rara vez les muestra compasión a los hombres negros con problemas. Fue, como la mayoría de nosotros, una masa de contradicciones.
Durante mi discurso hablé de cómo un roce anterior con la muerte debido un ataque cardiaco lo había cambiado. Finalmente había comenzado a hacer preguntas fundamentales y a abrirse camino hacia sus propias respuestas. Comenzamos a tener conversaciones duras y necesarias. Lo confronté por las cosas que había hecho y el verdadero dolor que había causado. No fue una sanación, pero comenzó un proceso que nunca llegamos a terminar.
Cuando murió, yo estaba comenzando a escribir lo que luego se convirtió en “Reading While Black”. Tiene la siguiente dedicatoria: “Este libro está dedicado a la memoria de Esau McCaulley Sr., quien murió antes de poder ver un libro con nuestro nombre impreso. Sin importar las otras cosas que sea, siempre seguiré siendo tu hijo”.
No le dediqué el libro porque fuéramos cercanos. No lo fuimos. Se lo dediqué porque su vida y luego su trágica muerte me obligaron a tomar decisiones sobre quién y qué quería ser. Me dio el valor para escribir aunque el mundo lo rechazara. Cambié gracias a la calamidad de su muerte, y los cambios continúan. Parece que el COVID-19 ha causado un trauma colectivo a la conciencia estadounidense y que los resultados completos de ese trauma siguen siendo inciertos. Sin embargo, una cosa está clara: nuestra normalidad anterior no era tan buena como pensábamos.
Alex Kiesling/The New York Times