Margarita Carrera

Margarita Carrera

NOTAS DE Margarita Carrera

Gerardi rayaba en los 50 años cuando fue elegido tercer obispo de la Diócesis del Quiché. Alto, blanco de tez, nariz aguileña, cabellos castaños, sus facciones reflejaban una belleza física que se empezaba a extinguir. Sus ojos eran de mirada dulce y profunda. De joven había sido delgado, pero con el correr de los años su constitución física había cambiado. A partir de los 40 años se mostraba fornido y corpulento. Por los años 50 se le recordaba siempre vestido de negro, luciendo una figura más esbelta. Desde que le nombraron obispo de Verapaz había abandonado el traje negro y vestía de manera informal, sobre todo para ir al campo. Entonces usaba pantalones caqui y ocasionalmente suéter o chumpa. Cuando hacía mucho frío, ambos. Era sencillo y amable, aunque tímido y dado a la soledad. En reuniones, gran platicador y contador de chistes. Reía espontáneamente y gozaba de las cosas simples de la vida. Su calidad humana conquistaba a cuantos trataba. Más que hablar, tenía el don de saber oír. Escuchaba en silencio a todos, como si estuvieran en confesión. Y solo al final, cuando el interlocutor había terminado lo que tenía que decir, daba su opinión. Y lo que decía valía oro. Sobre todo en el momento de la toma de decisiones. Medía los pros y los contras y siempre buscaba el justo medio, la mesura, el equilibrio. Un gran coordinador a la hora de las discusiones. Al final, él tenía siempre la última palabra, jamás despreciable, por cierto. Por ello había sido nombrado presidente de la Conferencia Episcopal desde 1972. Hasta 1974 fue obispo de Verapaz, donde desempeñó una labor ejemplar como religioso y como pastor de la gente sencilla y humilde, a quien amaba de todo corazón.
Los críticos de la obra de Jorge Luis Borges no le dan mayor importancia a Borges como filósofo, y estudian únicamente, al poeta y al narrador.
Dentro de la postura de Nietzsche diremos que el arte es “apariencia”, fantasma desbordante de gozo y de dolor, demonio (del griego daimon: ser que participa de lo humano y de lo divino) que presenta mil facetas aparentemente engañosas y, sin embargo, totalmente verídicas.
Aunque Jorge Luis Borges se declaró partidario del “realismo” filosófico a la manera platónica, en constante añoranza por los “arquetipos” eternos, la duda le conduce a la angustia, al vacío existencial.
El tiempo —tema filosófico por excelencia— tiene también capital importancia en los sueños. En efecto, podríamos afirmar que el humano se ve gobernado por dos tiempos: el que corresponde a su realidad cotidiana y el que se refiere a su mundo onírico.
“Encorvados los hombres, abrumado/ Por su testa de toro, el vacilante/Minotauro se arrastra por su errante/Laberinto. La espada lo ha alcanzado/y lo alcanza otra vez. Quien le dio muerte/no se atreve a mirar al que fue toro/y hombre mortal, en un ayer sonoro…” El Minotauro. J. L. Borges
El nombre de la profesora que me abrió las puertas de un mundo de fantasía en donde se hacían realidad los más caros deseos era Eufemia, una persona sencilla y amable, de clase humilde. Nada me fascinaba tanto como escuchar aquellos relatos e identificarme con la protagonista de aquellas novelitas, generalmente pobres, como yo, pero bellas e inteligentes. Mientras tejía tranquila, sentada en mi pupitre, oía aquellas historias. Nadie, en mi familia, leía; era algo que mi madre consideraba una pérdida de tiempo. Y, aunque en el colegio jamás se daban clases de literatura, fue ahí donde empezó mi iniciación a la lectura, que pronto me apasionaría tanto. Un día, tendría como 10 años, tomé con sumo cuidado un libro empastado y, acariciándolo suavemente, me dije que sería escritora. Sabía que los libros encerraban mundos mejores a los que se podía aspirar, mundos en los que héroes y heroínas eran capaces de realizar cosas maravillosas.
El rebelde es el infatigable y contumaz demoledor airado de formas fabricadas o prefabricadas por una sociedad temerosa de la intempestiva libertad. Es el ser que todo lo cuestiona: lo prohibido, lo sagrado, lo bendito, lo maldito, lo eternamente cuestionable. El que no se conforma con ninguna respuesta porque sabe que detrás de ella se oculta otra respuesta aún más sabia, y detrás de esta, otra y otra y otra. Y nada le complace. Es el insatisfecho crónico, el impertinente aristócrata, el formidable voraz, el detector de mentiras y crueldades.
Cuando nacemos continuamos ligados, para sobrevivir, a un tronco nutricio, exclusivo y excluyente: la madre o su sustituto.
Disertar sobre la moral no tiene ningún objeto, fuera del querer convencer a los otros de una serie de tranquilizadoras falsedades.