Margarita Carrera
NOTAS DE Margarita Carrera
La tragedia griega tiene su esplendor en Atenas, Grecia, en el siglo V a. de C. Para poseer una idea clara de ella, hemos de explicar, previamente, que no es una representación profana que pudiera ofrecerse en cualquier momento de la vida ateniense. Constituye un acto religioso que forma parte de las fiestas llamadas Las grandes dionisíacas, en donde se venera a una de las divinidades griegas exponentes del “espíritu de vegetación”: Dionisos (=Baco). Como divinidad de la naturaleza, en especial dios del vino, Dionisos simboliza, en sí, la vida, la muerte y la resurrección de la naturaleza cada año.
A pesar de la extraordinaria obra de Werner Jaeger sobre el mundo heleno, intitulada Paideia, observo que tan eximio autor no se percata de las dos clases de griegos que se dan en el transcurso de su historia. Dos clases totalmente opuestas, contradictorias, adversas, al punto de que cada una de ellas señalan “aretai” antagónicas, en las cuales no cabe evolución alguna, sino rechazo contundente. De tal modo que frente a las “aretai” artísticas que se sustentan en Homero, se alzan las “aretai” de los sofistas que culminan con Sócrates y Platón. En el “Libro tercero” de La República o El Estado, Platón critica y condena el espíritu de Homero, propiciador del arte heleno. Leamos algunos pensamientos de este primer inquisidor del mundo occidental:
Más que un filósofo, Pitágoras de Samos destaca, según noto, como científico y religioso. Hacia el año 500 a. de C., funda una comunidad religiosa que cree en la transmigración de las almas, así como en la práctica de un ascetismo que conduce a su “purificación”.
Me parece importante hacer notar que otra de las características de los héroes homéricos, dentro de su noble concepción humanística, es la autocrítica que ejercen como “areté”.
Para comprender la justicia en la época homérica se han de conjugar dos palabras griegas: dike (que significa justicia: “diken didonai”: pagar justicia) y tisis (que significa venganza), ya que una condiciona a la otra.
El oro, representado por el dinero, ha sido siempre el objeto por excelencia al cual aspira el ser humano. Desde antes de Cristo. Ya Píndaro, en su Olímpica primera, alaba la belleza del oro: “El agua es preciosa sobre todas las cosas; el oro brilla en la noche como una llama ardiente, más rutilante que cualquier otro objeto precioso…”. Y él mismo era rico. Había obtenido esa riqueza con su poesía, pagada a alto precio. Amaba la poesía, pero amaba también el dinero, por lo que se le dice que era un “filokrematos”; y, en esa época, no era pecaminoso revelar semejante inclinación amorosa, inherente a la naturaleza humana, que busca en forma inexorable “el principio del placer”. Pues el dinero nos ayuda, en inmensa medida, a saciar nuestros impotentes apetitos y deseos; nos ayuda a obtener el placer, necesario y vital. Y pareciera que este objeto es capaz de comprarlo todo, que se convirtiera en parte de nuestra personalidad, que fuera nosotros mismos. El poder de nuestro dinero nos hace grandes. Los parabienes del dinero pueden constituirse en nuestras propias facultades, tal y como lo expresa Mefistófeles: “…Si puedo comprar seis yeguas, ¿sus fuerzas son mías? Me hago llevar por ellas y soy un verdadero hombre, como si tuviera veinticuatro piernas…”
Las máximas virtudes (= “aretai”) a las que aspira el héroe homérico son: honra (= “timé”), gloria o fama (= “kleos”), elogio (= “epainos”), libertad (= “eleuthería”), justicia (= “dike”), ligada íntimamente a venganza (= “tisis”).
La más notable característica del heleno homérico, arcaico y aristocrático, radica en que su cultura (=poesía, leyenda, mito, costumbres, leyes) gira alrededor del hombre (=“anthropos”). De ahí el término de “antropocéntrica”.
No es con un feminismo exasperado —colindante con el machismo— con el que se puede penetrar el profundo problema intelectual de la mujer.
Con sobrada frecuencia es la sinceridad clave insustituible de comunicación. Ella nos hace decir verdades gratas o temerarias. Sin embargo, hay ocasiones en que decimos emplearla, pero el fin que perseguimos no está en el mayor entendimiento o comprensión con nuestros semejantes, sino en la agresión a los mismos, quienes, por diversas razones —o más peligroso aún, sinrazones— nos importunan.