Margarita Carrera
NOTAS DE Margarita Carrera
Ciertamente que es grata la solemnidad. El sentirse solemnes, el ir por el mundo con paso seguro, académicamente pausado, causando sólida impresión en todo aquel que osa mirarnos, el poder dirigirse a un público culto con voz desbordante de sabiduría y dejar a todos desaforados y boquiabiertos.
Tarea harto complicada la de entendernos totalmente a nosotros mismos; casi imposible si este afán de entendimiento codicioso se dirige al prójimo, a pesar de que, a veces, ostentamos una fatua vanagloria asegurando que no solo hemos alcanzado el profundo conocimiento de nuestras interioridades, sino, además, hemos podido penetrar en el alma de Juan, María, Pedro, y que los conocemos como a “la palma de nuestra mano”. Y decimos entonces, con ínfulas temerarias: “¡Ya te conozco!, ¡ya te conozco!, más de lo que te imaginas”, con lo cual no solo demostramos nuestra superioridad inclaudicable, sino lanzamos una tremenda amenaza contra ese ser plenamente conocido por nosotros, quien, asustado, trata de protegerse de una mirada tan fiera, sagaz e impertinente.
Leyendo a novelistas hispánicos y no hispánicos, notamos que el simple relato, la anécdota, pesa en forma tan agobiadora, que el sentir y el pesar no cuentan. A cambio está la expectativa deslumbrante del acontecimiento y la voz que quiere ser canto. Y, o nos conformamos con la distracción novedosa del relato y con las bellas palabras armoniosamente engarzadas (que una vez cerrado el libro, se desvanecen en su propio ocaso), o vamos a la búsqueda de otras novelas que sobrepasen el simple narrar, llevándonos a los ignotos mundos de la emoción y de la reflexión.
La pasión es infinitamente dolorosa. Lleva al alma a desgarres desmesurados, a alientos cavernosos. Es un desdoblamiento de la personalidad en el cual nuestro otro yo cobra fuerza inaudita y desbarata todo aquello tranquilo y benévolo que ha construido, pacíficamente, nuestro civilizado y laborioso yo.
El “libre albedrío” (vigente en los códigos penales del mundo) es sostenido por la religión y la filosofía tradicional. Está, luego, ligado al “sentimiento de culpa” que ciertos humanos solemos sufrir hasta el agobio.
Cualquier creencia religiosa o política que cae dentro del fanatismo lleva consigo una carga de violencia capaz de desatar las persecuciones más infames, las guerras más atroces. La causa fundamental de estos fenómenos poco gratos es la unión inseparable de amor y odio (“Eros” y “Thanatos”). El que cree fanáticamente, ama con intensidad tal, que es capaz de odiar con el mismo ímpetu a quien se opone, adversa o no comulga con sus creencias.
El alma femenina se gobierna, indudablemente, por las emociones, por el sentir más que por el simple pensar. Es apasionada, violenta, irracional ilógica, categóricamente absurda, vorazmente incontrolable. En vano se le quiere someter a las leyes más severas, controlar sus ímpetus desaforados. Ella se levanta, cuando menos lo espera, como descomunal ola que todo arremete, que ante nada se arredra.
Escribir es como soñar/ hacer memorias de uno mismo/ pulsiones que nos llevan al fondo de nuestros huesos/ rememorar una sonrisa/ un cabalgar temblar/ dar de alta a la incuria.
El primer científico que resalta la enorme importancia del desarrollo del carácter humano a partir de su temprana infancia es, sin duda, Freud.
Igor Caruso, en su extraordinario ensayo La separación de los amantes (una fenomenología de la muerte), hace referencia al “Círculo vienés de la psicología profunda”, del cual es uno de sus destacados miembros, y a la “antropología psicoanalítica”, que enfoca la ciencia antropológica desde el punto de vista del psicoanálisis, básicamente freudiano.