Margarita Carrera

Margarita Carrera

NOTAS DE Margarita Carrera

Por “dar el salto” entiende Hesse “el poder liberarse, el hacer algo en serio…” se trata de pensar o actuar de manera categóricamente diferente a lo establecido, de tomar decisiones que han de cambiar el rumbo del propio destino y, en gran parte, el rumbo del destino de los demás.
Los seres humanos que mueren por sus propias manos es porque el sufrimiento rebasa el límite o el sentido de su vida. La filosofía escasamente puede ilustrarnos sobre tan fatal decisión. Y si en cierta medida estamos de acuerdo con Albert Camus en que “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, y que “Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía…”, pensamos que este, más que un problema del dominio de la filosofía, es un problema del dominio de la psicología, o, para ser más exactos, de la llamada “psicología profunda”. Querer filosofar sobre el suicido es como querer filosofar sobre el cáncer. Estamos más en un campo médico que metafísico. En un campo clínico, en donde lo fundamental es la curación del inmenso mal que aqueja al humano.
No cabe duda de que a los escritores y artistas en general nos consume, de manera románticamente depravada —desde tiempos inmemoriales— un sadomasoquismo recalcitrante que nos arrebata, sin compasión ni sosiego, la alegría de vivir. Y se trata, entonces, al escribir, de tocar únicamente los temas más sombríos y dolorosos, no para realizar con ellos, a la manera aristotélica, una redentora catarsis, sino para remover y conmover, en nosotros y en los demás, un inagotable deleite de calamidades.
A veces, cuando hablamos abiertamente del influjo europeo sobre el mundo hispanoamericano y hacemos hincapié en que este es tan grande que para conocernos mejor a nosotros mismos hemos de compenetrarnos más de lo que es Europa, nos violentan enfáticos rechazos y, o se nos tilda de europeizantes o, más serio aún, se nos acusa de estar lejos de la realidad nacional y no interesarnos por ella.
Ciertos críticos, que en sus interpretaciones literarias se inclinan más a la política que al arte en sí, casi nos han convencido de la validez de una teoría bastante cuestionable; esto es, aquella que incide en que hay una literatura metafísica propia de los países desarrollados y una literatura de folclor y de denuncia social, adecuada para los miserables pueblos que sufren calamidades del subdesarrollo.
Enfocar el texto literario únicamente como “producto de un momento sociohistórico determinado” y observar los “índices ideológicos” que presenta este, nos parece una postura bastante limitada y no del todo carente de ingenuidad desconcertante y escasa visión.
Otro de los temas en boga dentro de la sociedad contemporánea es el del aristocratismo en literatura. Este aristocratismo es atacado, con frecuencia, furibundamente, por cierto tipo de intelectuales que piensan que el escritor ha de estar supeditado a normas baratas e insulsas para poder llegar a las masas.
Como mecanismo de defensa en contra del sentimiento de culpa (que la sociedad nos inculca desde la infancia, a fin de que cumplamos de manera satisfactoria con ella, olvidándonos un poco de nosotros mismos) surge, en el humano, la idea de su inocencia y como dice Camus “Todos somos casos excepcionales. ¡Todos queremos apelar a algo!” Y para mantener incólume nuestro narcisismo, que en última instancia trata de defender la integridad de nuestro agredido yo, nos declaramos no solamente inocentes, sino víctimas infelices de las circunstancias atroces que nos han llevado a cometer tal o cual desacato. Y entonces vienen las reclamaciones y apelamos iracundos porque se nos haga justicia y se castigue despiadadamente a aquéllos que sentimos nos han hecho daño.
El creador casi siempre tiene aversión a los críticos de arte. Y en múltiples ocasiones con sobrada razón. Los espejuelos que se ponen éstos para analizar su obra artística son impertinentes. Aunque se los pongan con la mejor buena fe. No sabemos por qué causa, inconsciente, hemos tomado últimamente cierto resquemor contra los críticos y la crítica literaria. Talvez porque, o bien notamos que se pierden en resquicios mortuorios de eruditos, o bien nos damos cuenta de que nos entregan “pretextos” más que “textos”, “sutilezas” más que “vida”. Y vida y creación son inseparables. Son “pasión” (del griego “pathos”: emoción, afección), que se niegan rotundamente a todo análisis frío, lógico, calculado, interesado o tendencioso.
Ser escritor honrado implica que se ha de escribir sobre los temas que se han sentido y vivido en carne propia. Y nada es más asequible que la propia problemática vital. Nada, tampoco, más querido u odiado.