Margarita Carrera

Margarita Carrera

NOTAS DE Margarita Carrera

Escribir es una tarea ardua. Implica reflexión sobre los más hondos sentimientos, concentración, sinceridad, rechazo de todo lo que se acerca al engaño, rotunda entrega a la palabra.
Con rigor y acierto, el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal señala las tres crisis fundamentales por las que ha pasado la literatura latinoamericana del siglo XX.
Propio de las jóvenes generaciones, sobre todo a partir del Renacimiento, es el imperioso deseo de romper o tirar por la borda los viejos cánones estéticos y éticos e iniciar una nueva era, más plena de vitalidad y arrebato.
Un ostentoso, aunque muy humano narcisismo, hace que en la actualidad muchos piensen que las artes han evolucionado de manera progresiva hasta alcanzar, en los últimos años, niveles nunca antes logrados.
De manera poco democrática sentimos, a veces, que la vanidad solo debiera ser ostentada por los grandes espíritus.
“Yo soy oriundo de una raza que ha ilustrado una imaginación fogosa y pasiones ardientes. Los hombres me han llamado loco; pero la ciencia nos ha enseñado aún si la locura es o no la más sublime de la inteligencia…” “Eleonora”. Édgar Allan Poe.
El escritor auténtico, ese que escribe por una imperiosa y profunda necesidad interna que lo hace identificar su ser con su quehacer, se propone siempre dos pasionales metas: decir algo, y decirlo en forma bella, con palabras vetustas que reluzcan como muevas. Dos metas agobiantes e inseparables.
Aquellos que se deciden a transitar por los laberínticos caminos del escritor, han de tener en cuenta el mundo infinito de la pasión, el vaivén desproporcionado de la palabra que revela el espíritu, la roja sangre propia y palpitante que barbotea en cada página. Y han de lanzarse, con total olvido del mundo exterior, a los lúcidos o cavernosos ámbitos del mundo interior, de su mundo interior, únicos capaces de conducirle al ardor de su sangre convertida en palabra, en letra, en reluciente verbo impactante.
El romántico es el ser apasionado, rebelde, idealista, revolucionario, ilógico, morboso, voraz ante la vida y ante la muerte, implacable en su odio y tenaz en su amor; grotesco, a veces, en su patético goce y sufrimiento. Es el eterno inconforme, el que dice y se contradice, el que violenta y se violenta, el que devora y deja devorarse, el que sabe dar y asimismo arrebatar. Generalmente, héroe de las más absurdas hazañas. El fino aristócrata, el insolente pavoroso. El que se afinca en su poderoso “yo”, pero que por eso mismo llega con más facilidad al “tú”, y en su desplante le comprende profundamente, porque él mismo se comprende profundamente.
En medio de la violencia que nos infama día a día, noche a noche, en un prolongarse despiadado, casi interno, con su apestoso azufre infernal que se siente en la carne y en el hueso, en el silencio y en el bullicio, y se agiganta en la iracundia nacida de tanta ignominia; en medio, decimos, de esta catastrófica y horripilante violencia que nos habita inmisericorde, que nos sacude el alma, que nos aprieta el pecho, que nos trastorna el desayuno y la cama, pareciera fuera de tono y hasta descabellado hablar del individuo y de sus impostergables conflictos internos.