Margarita Carrera

Margarita Carrera

NOTAS DE Margarita Carrera

Se trata de ser solemne, riguroso, para ocultar desconsoladores sentimientos de inseguridad, de malestar, de angustia. Nada más adecuado, entonces, que tomar una pose aparentemente estoica, una indiferencia que raya en la pedantería.
En el siglo XVII la novela se inicia con la ilusión. Se pintan amores, aventuras interminables, malentendidos, coqueterías y sentimentalismos quiméricos entre héroes y heroínas. El ser humano, que siempre va en busca de evasiones de la cruda y dura realidad, goza con el mundo de ilusión que este género literario le ofrece. Existe una magia y un encanto en el libre juego de la imaginación que se aparta de lo cotidiano insufrible. Por ello, se habla del “opio novelesco”, que aún en la actualidad nos invade a través de las foto-radio-telenovelas, o de Corín Tellado y anexos. Recordando que la “novelería” se da en todos los seres humanos y que es inherente a sus necesidades de delirio y ensoñación. En todo caso, se trata de ofrecerle una ración de ilusión dentro del marco de costumbres agobiantes de una sociedad determinada.
Hablar de los escrito- res, exaltarlos o vituperarlos es cosa conocida y harto frecuente. En cambio, hablar de lectores es algo inusitado. Mucho más inusitado estudiarlos, clasificarlos, desentrañarlos. Dorfman (preocupado por la situación, ya no del escritor, sino del lector y no-lector en la América Latina) pone en juego su imaginación al preguntarse cómo sería un congreso de lectores y no-lectores. En cuanto a los lectores nos dice: “…yo elegiría a los asistentes en virtud de sus ojos. La dimensión febril de esos ojos; la firmeza con que las manos hubieren sabido crecer; el hecho evidente de que algunos versos subrepticios que cierta vez devoraron, se les quedaron por allá adentro apegados y emergentes y revoloteando…”, para luego que “…infinitamente más popular y exitoso, y concurrido, sería un Congreso de no-lectores…”
La angustia, según Heidegger, libera al ser humano de la existencia enajenante. Si bien por ella conoce su desamparo y humillación en la agobiante totalidad el universo, hundiéndolo en un insoportable malestar, colindante con la locura, también por ella toma conciencia de su ser y se libera de la existencia banal que le degrada inexorablemente. La antiliteratura nace de esa angustia existencial. Así rescata lo blasfemo, lo irreverente, lo insultante. Y ha existido desde antes de Aristófanes —pasando por Shakespeare, Quevedo, Sade— hasta llegar, en el siglo XX, a Tristán Tzara y su manifiesto Dadá en 1918.
La insolencia únicamente es eso, insolencia, cuando es poética. Si no alcanza lo estético, se convierte simplemente en desfachatez, grosería, zafiedad, algo que queda flotando en el ámbito como fétido gas que, por fortuna, con el tiempo se desvanece.
Pareciera que literatura y poesía fueran términos idénticos. Y lo son, en cierta medida. Sin embargo, podríamos afirmar que si bien toda literatura es poesía, en cambio, no toda poesía es literatura.
Nada importa tanto al humano como su propia felicidad; sin embargo, esta parece inalcanzable, y como lo comprobamos a través de la historia, imposible.
Conveniente es reconocer al ser humano en su totalidad física y psíquica para comprenderlo. Así, uno de los puntos básicos que lo configuran es (de acuerdo con Ferencsi) la represión psíquica (fuente primordial de su “instinto de muerte”) que está ligada a la represión biológica, siendo la primera una consecuencia fatal y natural de la segunda.
Hasta el presente no se ha deslindado la diferencia entre el término cultura y el término civilización.
La filosofía idealista platónica niega la existencia en sí y por sí de este mundo, alegando que todo cuanto en él existe no es sino un reflejo de un mundo del más allá verdadero, en donde se dan los arquetipos o ideas, los cuales sí tienen existencia en sí y por sí. En otras palabras, todo cuanto hay en el Universo no es sino sombra o imagen de aquello que se da en el otro mundo o mundo de las ideas.