Mario Alberto Molina

NOTAS DE Mario Alberto Molina

A veces encontramos en los evangelios sentencias o acciones de Jesús que no encajan con las expectativas que tenemos sobre él. Por ejemplo, en una ocasión dijo: “¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división”. Nosotros, que nos imaginamos a un Jesús irénico, tolerante, pacifista, encontramos sorprendente semejante declaración. Y para disipar dudas de que habla literalmente, añade: “De aquí en adelante, de cinco que haya en una familia, estarán divididos tres contra dos y dos contra tres”. ¿Trae Jesús la paz o la división?
Jesús hacía oración. La convicción de que Jesús es Dios es tan prominente que nos cuesta creer que él también orara. Tanto le oramos a él, que nos resulta sorprendente verlo orando a él. Pero el evangelio nos dice en plurales ocasiones que Jesús se retiraba a orar a lugares solitarios, o que pasaba la noche en oración. ¿Cómo se explica que Jesús, a quien los cristianos confesamos como Dios, también orara? ¿A quién le oraba Jesús?
¿Qué valor tiene la vida? En estos tiempos de sensibilidad ecológica es cada vez mayor el número de personas que conocen la importancia de la vida biológica en todas sus manifestaciones, del respeto que se debe al ser humano y también a plantas y animales. La vida se muestra en las múltiples formas de seres vivientes, cada uno de ellos una maravilla de creatividad biológica, que suscita nuestra admiración y asombro. Aunque en este asunto del respeto a la vida se dan contradicciones hipócritas como la de aquellos que defienden la preservación de los primates o del quetzal, por poner ejemplos, pero reivindican la práctica del aborto y abogan por su legalización.
La pregunta del título descon- certará a más de un lector. Alguno puede pensar que incluso es absurda u ociosa. Dios no tiene ni principio ni fin, es eterno, por lo que su futuro está asegurado. Pero no va por ahí la pregunta. No se trata de saber si Dios tiene futuro en sí mismo, sino si lo tiene con nosotros. ¿Acabará la humanidad por matar a Dios, sacarlo de circulación y vigencia y arrinconarlo a la esquina del esoterismo o de la historia de las ideas?
Hoy es el día del trabajo, y los sindicatos de obreros organizan las manifestaciones. Pero en la doctrina de la Iglesia acerca del trabajo, el concepto va más allá de la actividad de obreros y asalariados.
El acontecimiento que da origen a la fe cristiana y al cristianismo es la resurrección de Jesús después de haber muerto en la cruz. Al tercer día después de su sepultura, las mujeres de su séquito descubrieron que el cadáver ya no estaba en la tumba. A través de diversas experiencias extraordinarias, en especial la aparición del mismo Jesús, conocieron que estaba vivo. Pero era evidente que tenía un modo de ser nuevo. No había recuperado simplemente su vida mortal anterior. Se aparecía en habitaciones con las puertas cerradas, pero invitaba a que tocaran su cuerpo palpable y sólido. No siempre se aparecía con el mismo aspecto reconocible de antes. Su encuentro producía alegría y transformaba el corazón de quienes se encontraban con él. Ese acontecimiento fue respuesta a dos problemas humanos fundamentales.
Inicia hoy la Semana Santa. Durante estos días, los seguidores de Jesús conmemoraremos los acontecimientos en los que se realizó nuestra salvación: la pasión, muerte, sepultura y resurrección de Jesús. Son acontecimientos de un profundo sentido antropológico, pues en ellos se revela el sentido de la vida humana ante el mal moral y la muerte. Pero son acontecimientos que también están tejidos en la urdimbre del lenguaje político.
La teología popular, por llamarla de algún modo, ve en las circunstancias favorables bendiciones de Dios, y en las adversas, su castigo. Cuando suceden cosas favorables, fácilmente se interpretan como bendiciones, pues creemos que Dios nos está repagando algún bien que hicimos o que Dios es bueno y nos bendice sin que lo merezcamos. Pero cuando suceden adversidades, esa lógica no funciona. La adversidad gratuita no se acepta. Se busca alguna culpa para explicarla; y el razonamiento desfallece.
El acto religioso por excelencia es la adoración. El hombre cae a tierra ante la presencia de Dios, y se postra en reconocimiento de su grandeza y misericordia, a la vez que reconoce su propia pequeñez e impureza. La Biblia da testimonio abundante de estas experiencias. Uno de los relatos clásicos narra la del profeta Isaías, al inicio de su ministerio. Mientras está en el templo de Jerusalén, se le concede ver la presencia divina que lo llena. Ve apenas el ruedo inferior de la túnica de un personaje sentado en un trono rodeado de serafines. Es la forma visible de la presencia del Señor.
A quien no está muy familiarizado con la Biblia le puede sorprender cómo abundan el lenguaje nupcial y las imágenes conyugales en el Antiguo Testamento para hablar nada menos que de la relación de Dios con la humanidad y específicamente con el pueblo de Israel. Ese lenguaje y esas imágenes pasan también al Nuevo Testamento. En una ocasión le preguntaron a Jesús por qué sus discípulos no ayunaban y hacían penitencia, y respondió que los amigos del novio no pueden estar tristes mientras el novio está con ellos. Él era el novio. Contó la parábola del rey que organizó la fiesta de bodas de su hijo, fiesta a la que no llegaron los invitados, para aludir al rechazo que encontraba entre la gente de su pueblo, los primeros invitados a la boda. El libro del Apocalipsis concluye con la magnífica escena de las bodas del Cordero, que se casa con la nueva ciudad de Jerusalén que baja del cielo. Solo para aludir a tres pasajes conocidos.