Mario Alberto Molina
NOTAS DE Mario Alberto Molina
En un pasaje memorable del evangelio, Jesús instruye a sus apóstoles acerca del ejercicio de la autoridad. Ellos serían los primeros que la ejercerían en las comunidades cristianas. La ocasión la brinda una discusión entre los discípulos acerca de quién de ellos sería el más importante, quién de ellos detentaría el poder. Ellos conciben la autoridad como poder, quizá incluso como poder omnímodo, arbitrario, al servicio de la propia conveniencia y ventaja, al estilo como lo ejercían los reyes y gobernadores de la época. Jesús los instruye para que entiendan que, “en cristiano”, la autoridad es servicio.
En cierta ocasión, Jesús criticó a sus adversarios fariseos por exigir la observancia minuciosa de preceptos rituales mientras que recurrían a argumentos especiosos para dispensar del cumplimiento de preceptos morales. Concretamente les decía que se preocupaban de cumplir hasta la minucia los ritos para suprimir esa descalificación o impureza personal que adquirían los judíos por ir al mercado (algo totalmente ajeno a nuestra cultura), mientras que fácilmente encontraban excusas para exonerar a una persona de la obligación de cuidar del propio padre anciano. Los primeros son preceptos humanos, decía Jesús, aunque sean ritos derivados de la Biblia y quien los observa pretenda agradar a Dios. El segundo es un precepto divino, que aunque está en la Biblia, tiene su fundamento en la realidad social humana, según la cual razonable que los hijos tengan la obligación de sostener o proveer por sus padres ancianos. No es un precepto religioso, sino de ética natural.
El libro sagrado de los cristianos, la Biblia, consta de dos partes claramente diferenciadas. La más voluminosa está conformada por el conjunto de libros escritos en la comunidad de fe israelita y judía a lo largo de varios siglos antes del nacimiento de Jesucristo. Los cristianos los llamamos Antiguo Testamento. La palabra “testamento” en ese contexto significa “alianza”, en referencia a la alianza que Dios pactó con el pueblo de Israel al salir de Egipto. Esos escritos pasaron a ser patrimonio cristiano porque Jesús los asumió como testimonio de su persona y de su obra. La segunda parte de la Biblia está constituida por libros escritos por seguidores de Jesús, en la incipiente Iglesia cristiana, en los setenta años que siguieron a la muerte y resurrección de Cristo. La segunda parte se llama “Nuevo Testamento”, pues su contenido se refiere al nuevo régimen de fe establecido por Jesucristo, y que él mismo llamó “nueva alianza”, en contraposición a la antigua del pueblo judío.
Cuando yo estudiaba filosofía allá por 1970, uno de mis profesores decía que el problema del pensamiento cristiano contemporáneo es la “inmanentización del éscaton”. Las palabras se me grabaron, aunque solo mucho tiempo después capté su significado y alcance. “Éscaton” es una palabra griega. En el vocabulario cristiano designa aquellas realidades definitivas que trascienden la historia humana: la resurrección de los muertos, el juicio divino, el cielo y la felicidad eterna con Dios o la condenación y el infierno. La palabra “inmanentización” está emparentada con el término “inmanente”, que designa la dimensión mundana y temporal contrapuesta a la trascendencia. Lo que aquel erudito profesor quería decir con esa rebuscada expresión es que muchos pensadores cristianos se han vuelto incapaces de concebir el “otro mundo” como una realidad consistente, real, y han trasladado a este mundo la esperanza de una vida plena y feliz. En esa “inmanentización” incurren tanto las teologías evangélicas de la prosperidad, que ven en la fe cristiana el medio para alcanzar el bienestar material, como también las teologías católicas de la liberación, para las que la fe debe llevar al creyente a luchar por la autonomía y desarrollo de las poblaciones pobres del continente americano oprimidas por países poderosos y sus colaboradores locales, según dicen sus autores.
Hace hoy 40 años, el sacerdote Hermógenes López Coarchita fue asesinado en el camino que de San José Pinula lleva a la aldea San Luis. Era párroco allí. Regresaba de asistir a un enfermo que había solicitado sus servicios espirituales. Le faltaban dos meses y medio para ajustar los 50 años. Ejerció el ministerio sacerdotal casi 24. Su cuerpo aguarda la resurrección de los muertos en la iglesia parroquial. El aniversario de su muerte, como es costumbre en la piedad católica, se conmemora desde entonces con la celebración de la santa misa. Pero esta celebración, multitudinaria y festiva, sin dejar de ser oración por su alma, es memoria agradecida por el testimonio de un pastor bueno y anticipo jubiloso del día en que quedará inscrito en el libro de los santos de la Iglesia.
Las declaraciones de los supervivientes de la tragedia del Volcán de Fuego incluyen con mucha frecuencia alusiones religiosas. “Fue la voluntad de Dios”, “gracias a Dios mi familia y yo pudimos salvarnos”, “no nos queda otra que encomendarnos a Dios”, “agradecemos a Dios por los rescatistas”, “con la ayuda de Dios comenzaremos de nuevo”. La misma persona puede decir la primera y la última frase, en un mismo aliento, sin sentir contradicción. Porque la primera no significa que Dios tuvo el malévolo propósito de causar muerte y destrucción ni la última significa que Dios enviará ángeles a construir casas, regenerar sembradíos y a cuidar huérfanos. Esas expresiones manifiestan el hondo sentido religioso del guatemalteco, sobre todo del pobre, para quien las cosas que pasan solo tienen sentido desde un Dios benévolo y misericordioso que incluso en la tragedia y el dolor tiene un propósito salvífico, aunque no lo podamos entender. Esa religiosidad tiene raíces bíblicas: “El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y saca de él”, se lee en el Primer libro de Samuel y en otros muchos lugares.
La historia de la Iglesia cristiana comienza con la persona y la obra de Jesús de Nazaret. Pero el libro de los Hechos de los Apóstoles destaca un acontecimiento singular, a partir del cual los seguidores de Jesús comenzaron a predicar y a reunir seguidores. Consistió en una experiencia espiritual del grupo de discípulos, que se supo y se sintió inundado de una fuerza divina venida del cielo. Ellos comprendieron que era la comunicación del Espíritu Santo, concedida por Jesús. La experiencia los despojó del miedo y del temor, los dotó de valentía y ardor, de modo que desde ese mismo momento comenzó el anuncio del Evangelio y la formación de la Iglesia.
Las principales versiones católicas del texto de la Primera carta de Juan, 3,21 traducen así: “Si nuestra conciencia no nos condena, podemos acercarnos a Dios con confianza”. El Nuevo Testamento fue escrito en griego. Me pregunté qué término griego habría sido traducido por “conciencia” en las diversas versiones que consulté. Encontré que el término original es “kardía”, cuyo significado primero es “corazón”. El apóstol Juan empleaba la palabra en sentido metafórico, para designar ese núcleo íntimo en el que debatimos si tomar o no una decisión, en el que nuestros pensamientos aprueban o censuran las acciones que realizamos. Ese núcleo se llama “conciencia”, porque allí se realiza esa acción tan peculiarmente humana, por la que nos desdoblamos interiormente para conocernos, evaluarnos y juzgarnos a nosotros mismos.
La pascua cristiana tuvo lugar el primer día de esta semana que concluye hoy. Las manifestaciones más visibles de la celebración, desde las procesiones del Resucitado hasta las anécdotas del retorno, ya son cosa del pasado. Sin embargo, en el calendario celebrativo de la Iglesia, la resurrección es tema vigente todavía durante las próximas seis semanas. Es un acontecimiento tan extraordinario y decisivo para la comprensión de la existencia cristiana, que requiere cada año de un tiempo largo de reflexión y celebración.
¿Por qué la Semana Santa cae cada año en fechas variables del calendario? Esa pregunta se la plantean muchas personas. Aunque la respuesta es sencilla, muchos no conocen la historia de cómo se estableció la fecha de la pascua cristiana.