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Paulo Alvarado
NOTAS DE Paulo Alvarado
El traslado de una enorme cantidad de habitantes de la península ibérica hacia América durante el siglo XVI dejó profundas huellas en este continente, como es obvio. Lo que no resulta tan obvio es que se trató de una migración —una migración asaz peculiar. Impulsada fundamentalmente por necesidades e intereses materiales, esta migración se ha versionado históricamente como una “conquista” o, inclusive, como un encuentro y un proceso “civilizador”. En consecuencia, las explicaciones que contradicen esa versión son caracterizadas como una leyenda negra, sobre el supuesto que son injustamente desfavorables e infundadas.
No es la primera vez que en este espacio nos ocupamos de la migración humana. Acaso quisiéramos que fuera la última. La última, en la medida en que ese fenómeno se repite, una y otra vez, como si se tratara de una incurable enfermedad de nuestra especie. No hablamos de la migración de individuos que viajan por el mundo y libremente deciden radicar en una tierra que no es la de su origen, quizá muy distante y muy distinta, porque así lo desean. Es ese desafortunado desplazamiento geográfico provocado por la miseria y la falta de las condiciones dignas que toda persona merece, sin perjuicio del lugar en que haya nacido. Es la emigración. Es el forzado abandono del hogar, de la comunidad, de la nación.
Tras varias semanas de incredulidad y hondo desagrado debidos a la censura mal inspirada con la que el Congreso de la República se permitió coartar la libertad de expresión y de locomoción, al impedir el ingreso al país de unos músicos procedentes de Suecia, de pronto emite el decreto 22-2018. El mismo pasado jueves 11 —que debía ser la actuación—, aunque esta vez sin pasar encima de la Constitución, los legisladores acordaron declarar al compositor Joaquín Orellana como “guatemalteco ilustre, con honor público que le tributará el Estado de Guatemala, por su aporte extraordinario al legado musical de Guatemala”. La disposición contempla una pensión por Q7 mil mensuales.
Entre las múltiples acciones con las que los miembros del Legislativo han demostrado su más absoluta estulticia, pocas los han situado en una posición más ridícula que el punto resolutivo 5-2018 emitido el 26 de septiembre para impedir el ingreso de la banda de rock Marduk a Guatemala y, por consiguiente, malograr el show que dicho grupo tenía programado este jueves. La cuestión ha generado toda suerte de comentarios, a cuales más irrisorios. Desde la patética recolección inicial de firmas para solicitar que no se permitiera su presentación –con la que unos solicitantes le hacían el juego al gobierno, afanado en manipular la opinión pública con distractores, mientras continúan la depredación y los crímenes de Estado– hasta la indignación, plenamente justificada, de sectores inteligentes.
Con la Gran Sala del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias colmada de público, la Sinfónica Nacional de Guatemala se apuntó un hito en la historia cultural al ofrecer el estreno guatemalteco de la “Sinfonía desde el Tercer Mundo” de Joaquín Orellana, el pasado jueves 27. La obra había recibido su estreno absoluto un año antes en Atenas, Grecia. En esta ocasión, el director nuevamente fue el maestro Julio Santos Campos, cuya acertada capacidad al frente de la orquesta, una marimba doble, tres coros invitados y un extenso ensamble de “útiles sonoros”, aseguró el éxito de una obra compleja y singular dentro de todo el repertorio latinoamericano.
El ejercicio no ostentaba ningún rasgo de originalidad. Una tarea a cumplir, como todos los septiembres, a fin de llenar requisitos esperables en la asignatura de estudios sociales. Casi puedo oír la voz del profesor, fastidiosa y con entonación de oficio, “para el lunes de este en ocho, efectuar un trabajo de investigación sobre la independencia patria, a presentar en cartulinas que se colgarán en los corredores del colegio”.
Hay personas que se molestan cuando se pone en evidencia el despropósito de las marchas de septiembre en las que se imitan prácticas y ejercicios castrenses. Entre otras cosas, su alegato es que dichos despliegues no van a provocar que los escolares se vuelvan milicianos más adelante. Tienen razón. Enfrascarse en una carrera militar depende de condiciones socioeconómicas, influencias y orientaciones familiares (explícitas o implícitas) aparte que, desde el siglo XIX, pertenecer al ejército en nuestro país incluso se ha visualizado como cuestión de estatus y una conveniente sinecura. Lamentablemente, lo que se pasa por alto es el efecto normalizador que en la sociedad civil tiene la aceptación pasiva, sin juicio crítico y sin cuestionamiento, de un estado de guerra constante. Así, a muchos les parece tan normal que los estudiantes desperdicien su tiempo en maniobras inútiles y sin valor formativo ni artístico, como que subsistan fuerzas armadas que no solamente se han entrometido siempre en lo que no les incumbe, sino que constituyen un criminal y costosísimo drenaje de los recursos de la nación. No se puede justificar que haya desfiles el 15 de septiembre, porque tampoco se puede justificar que haya un ejército en el país.
Cuando se reúnen elementos de tan alta calidad para una presentación artística, es de no dejar pasar la oportunidad de asistir. Es de disfrutar con un evento que, a todas luces, constituye una excepción en nuestro medio. Es de aprovechar una combinación de ingredientes que no podría ser mejor: el más alto nivel de interpretación, una expresión musical en verdad singular y la muy exclusiva demostración de un instrumento prácticamente inédito en Guatemala, el Chapman Stick.
En estos momentos y en este país, en que todo mundo se vuelve a agitar por la inveterada costumbre guatemalteca de hacer las cosas al revés, pareciera que no procede ocupar la atención con asuntos que no salgan en primera plana. Las cúpulas gobernantes, angustiadas con no perder su inmunidad. Los económicamente poderosos, llenos de ansiedad por no perder sus privilegios. Los sectores reaccionarios, asustados por el reconocimiento a la diversidad y la autodeterminación. Los que se escudan tras las armas, intimidados por la inteligencia y la razón. Los predicadores y los moralistas, atareados con disfrazar su perversión. Los desposeídos, siempre a punto de estallar sin lograrlo realmente. Mientras, florece la corrupción, abunda el “hay que hacer algo” y, desde su torre de marfil, cada cual no hace sino defender su precariedad, grande o pequeña.
Le ha sucedido a todo aquel que se sube en el tablado de un escenario, de una sala, de un café teatro, para presentar unas canciones, una función de danza o una obra teatral. Alguna vez, cuando menos, ha llegado alguien a rogarle de última hora que lo deje entrar de gratis a la presentación. “Es que…”, afirma de modo lamentoso, “no me alcanza”. El artista se conmueve, lo deja pasar y comienza el recital, solo para terminarse percatando de que el astuto sujeto se gastó en comida y bebida lo que supuestamente no tenía para cubrir el costo de admisión.