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Paulo Alvarado

NOTAS DE Paulo Alvarado

El pasado día 21 se sucedieron, en tándem, dos manifestaciones artísticas significativas; cada una, bien concurrida. Por una parte, la presentación del video filmado en Atenas, Grecia, en ocasión del estreno mundial de Sinfonía desde el Tercer Mundo, de Joaquín Orellana. La proyección se inició a las 18 horas en el Teatro Lux, precedida de un conversatorio retrospectivo y unos comentarios acerca del festival documenta 14, en donde por primera vez hubo de ofrecerse en público esta pieza. Las figuras fundamentales para llevar a cabo esta ambiciosa empresa fueron cuatro guatemaltecos, en decidido apoyo a Joaquín. Stefan Benchoam y Alex Torún, como admirables promotores y gestores del proyecto; el artista Carlos Amorales; y el director musical, maestro Julio Santos Campos. Una especie de mágnum opus del compositor, la sinfonía ya había empezado a tomar forma en su mente hace muchas temporadas. Sin embargo, no fue sino hasta ahora, en el marco de una de las muestras más relevantes de arte contemporáneo en el mundo, que se concretó en el escenario, con la marimba guatemalteca, con los útiles sonoros inventados por Orellana, con coro y con orquesta (de músicos griegos). Un hito universal, cuando se encuentra a menos de dos meses de cumplir 87 años de edad.
“Si alguien es capaz de disfrutar marchando, en fila y al unísono, al ritmo de una música, simplemente ha recibido su gran cerebro por error; con la médula espinal le habría bastado plenamente.” Éste, entre tantos pensamientos expresados por el genial Albert Einstein, resume bien los problemas de un pueblo atascado en el fango de lo castrense y, de forma particular, la incapacidad que la educación escolar guatemalteca exhibe para producir estudiantes graduados que estén libres de atavismos espantosos. Está claro, además, que este aserto no es el favorito de quienes suelen compilar listados de frases célebres; a muchos les resulta difícil desprenderse de ese salto atrás que supone sucumbir a tradiciones afincadas en el pánico. Se acostumbran así a una necesidad creada, la de recibir los mandatos de sus superiores, para no tener que tomar sus propias decisiones. Así, igualmente, los estudiantes paran remedando prácticas muy ajenas al afán de paz que merecería todo pueblo.
Ante lo acontecido en materia de política nacional durante las últimas semanas, lo que prevalece en la población guatemalteca es una sensación de desconcierto. ¿Por dónde se sale de este inacabable enfrentamiento de intereses sectarios y del inveterado marasmo que nos dificulta tanto caminar para adelante? ¿Por dónde ir? ¿A dónde ir? Debe haber opciones, pero… ¿cuáles son? ¿Cuáles son esas opciones para hacer de nuestra tierra una patria que sea buena para todas y todos, no sólo conveniente para unos cuantos?
Durante largo tiempo, el arte de los músicos, y el arte de la música en sí, siempre terminaron convirtiéndose en objeto de especulación. A diferencia de las artes visuales, lo que nos queda de muchísima música de cuantas culturas se han desarrollado a lo ancho del mundo, es nada más un vestigio cerámico, un dibujo, una tradición, un relato o, simplemente, nada. Suposiciones, teorías, reconstrucciones sonoras que no se pueden comprobar y, en el mejor de los casos, crónicas que en gran cantidad de casos no tienen con qué cotejarse para evidenciar su veracidad. He ahí el salto cuántico que proporciona la tecnología del registro fonográfico, muy incipientemente en la segunda mitad del siglo XIX y luego, de forma muy acelerada, a partir del siglo pasado. De la precariedad del magnetófono de alambre y los cilindros de cera (dispositivos que, por cierto, desde un principio permitieron la re-grabación en el mismo soporte), hasta los artilugios digitales más avanzados de la actualidad.
De pronto, ni él mismo se daba cuenta de la trascendencia que tendría su labor para el rock y el pop de este país. Hablamos de la década de 1970 y de un músico excepcional, Luis Galich. Autor fecundo, cantante, multi-instrumentalista, incansable experimentador del arte, permanente inconforme con los estándares —pese a que los dominaba sin problema—, ya por ese tiempo había captado la esencia de hacer canciones con letras en castellano, que no se quedaran en la balada inane y literariamente desinformada, como era habitual en nuestro medio. Un medio que, con muy pocas excepciones, era ajeno a una música popular elaborada, que tuviera letras interesantes, provocadoras, inclusive contestatarias.
Corría el año de 1998. Sentados en el Salón de las Banderas del Palacio Nacional, escuchábamos anunciar, a las personalidades encargadas de conducir la ceremonia, que como parte de las actividades para promulgar la “Declaratoria del Centro Histórico y los Conjuntos Históricos de la Ciudad de Guatemala”, a partir de entonces se llevaría a cabo un festival cultural en la urbe capitalina, siempre durante el mes de agosto. Con regocijo podemos atestiguar que así ha sido y en ello hemos podido intervenir continua y activamente, al punto que este año se cumple la vigésima edición del Festival del Centro Histórico. Logros trascendentes y nada despreciables para una nación anhelante y urgentemente necesitada de expresiones relevantes y permanentes. Es nuestra construcción como pueblo, como país, como Estado.
Como un corolario a lo que comentábamos en la entrega pasada, quizá resulta oportuno hacer referencia a las antiguas “caravanas artísticas”. El término es vetusto, no solamente porque se utilizaba antaño, sino porque denota algo que ahora se estila poco: la presentación de diversas disciplinas del arte dentro de un mismo evento. Pero, encima de eso, las giras actuales no se ven ayudadas en nada por la frivolidad que el Ejecutivo manifiesta en sus penosas demostraciones de incapacidad para solucionar, de manera expedita, hasta las faenas más obvias (tales como reparar las pinches carreteras del país); no digamos el resuelto apoyo material a la cultura de Guatemala.
¿A qué íbamos? ¿A asaltar a alguien? ¿A causar pavor y problema en algún sitio? ¿A sacarle pistolas y escuadras a supuestos enemigos? La respuesta es sencilla: simplemente íbamos a dar un concierto. A actuar para los miles (estamos hablando de miles) de “fans” –entusiastas e incondicionales de grupos guatemaltecos de rock: Viento en Contra, Viernes Verde, Bohemia Suburbana, Alux Nahual… en fin.
Uno de los acontecimientos más relevantes para nuestro país, siempre por esta época del año, ha tenido lugar desde el principio del presente milenio. Es la Feria Internacional del Libro, la FILGUA, que ahora alcanza su decimocuarta edición, en este caso con dedicación a Margarita Carrera, a la Editorial Piedra Santa y, como es de esperar, en conmemoración del medio siglo de otorgamiento del Premio Nobel de literatura a Miguel Ángel Asturias. Un esfuerzo extraordinario de la Asociación Gremial de Editores de Guatemala y varios auspiciadores y participantes, quienes creen más en el derecho a la educación, la lectura, las bibliotecas públicas y el acceso a todas las expresiones culturales, que a las idioteces de una supuesta seguridad, la inescrupulosa vigilancia del vecino y tantos otros desatinos nacidos de gente miedosa y poco noble.
Cuando inicialmente se supo que se proyectaba un aumento de casi seis millones de quetzales para el presupuesto del Ministerio de Cultura y Deportes durante 2018, la noticia fue muy bienvenida en los ámbitos artísticos y culturales, como es natural. No era un aumento extraordinario, por mucho que parezca bastante plata, pero, ciertamente, era una mejoría.