Lo llevaron hacia un grupo pequeño que charlaba del otro lado del salón y a una conversación que alteraría el curso de su carrera, mancharía su reputación y cambiaría para siempre el deporte al cual había dedicado su vida.
Platini sonrió cuando lo presentaron formalmente con los invitados de honor del almuerzo: el jeque Hamad bin Jassim bin Jabr al Zani, el entonces primer ministro de Qatar, y el jeque Tamim bin Hamad al Zani, quien algunos años más tarde remplazaría a su padre como gobernante absoluto del país. Los cataríes habían viajado a París para discutir un plan que rayaba en lo fantástico: su diminuto Estado, ubicado en el golfo Pérsico y absurdamente rico, quería ser anfitrión de la Copa del Mundo.
A Platini, vicepresidente de la FIFA, el órgano rector del futbol mundial , nunca le había parecido una buena idea. Un año antes les había dicho a unos amigos que pensaba que permitir que Qatar organizara el evento deportivo más grande del mundo resultaría desastroso para la FIFA, ya que era un país sin una tradición de futbol significativa y carente de infraestructura tan básica como los estadios. Solo dos meses antes, le había confiado a una candidatura rival de Estados Unidos que quería que el torneo de 2022 fuera “en cualquier lugar menos Qatar”.
No obstante, en algún punto de esa tarde, las reservas de Platini se esfumaron. Más de una década después, qué lo hizo cambiar de opinión durante el almuerzo con un Sarkozy que llegó tarde y los dos cataríes sigue siendo un completo misterio que da lugar a intensos debates. El mismo Platini ha ofrecido al menos dos versiones diferentes de los hechos (en ambas afirmó que su voto fue por decisión propia y no reflejó ninguna influencia externa), y en 2019 lo detuvieron investigadores franceses que indagaban acerca de la reunión, pero no le formularon cargos.
Sin embargo, para entonces el acuerdo estaba hecho: una semana después del almuerzo, al interior de una amplia sala de conferencias en Zúrich, se confirmó a Qatar como sede del Mundial de 2022.
Desde entonces, el deporte más popular del mundo ha estado enfrentando las consecuencias de esa decisión.
Qatar se ha defendido durante años de las críticas a sus esfuerzos por ganar la sede de la Copa del Mundo calificándolas de celos o algo peor: racismo occidental. Sin embargo, tener el dinero y la ambición para ser anfitrión del torneo era una cosa; ganar el derecho de hacerlo era una muy diferente. Y en 2010 ese era el problema más grande de Qatar.
Alrededor de una semana antes de que los 24 miembros del entonces llamado Comité Ejecutivo de la FIFA (incluidos Sepp Blatter, el presidente en ese momento, y Platini) tuvieran que decidir cuál de las cinco candidaturas ganaría el derecho a organizar la Copa del Mundo de 2022, Harold Mayne-Nicholls aterrizó en Zúrich.
Mayne-Nicholls, un chileno carismático y obsesionado con el futbol, tenía un poder considerable, al menos en teoría. Encabezó el equipo de inspección enviado por la FIFA para examinar cada una de las candidaturas, y su equipo elaboró informes de evaluación con el potencial de cambiar votos.
Su veredicto sobre Qatar planteaba dudas que parecían insuperables. Número uno: Qatar era un país demasiado pequeño. Mayne-Nicholls explicó que era “un problema enorme para la organización”. Y número dos: en el verano (del hemisferio norte), la época tradicional para jugar la Copa del Mundo, hacía demasiado calor.
Qatar había puesto gran empeño en calmar esas preocupaciones mediante la construcción de un pequeño estadio para mostrar el sistema de aire acondicionado futurista que aseguraba que garantizaría que todos los juegos se jugaran en condiciones casi ideales. Mayne-Nicholls quedó impresionado, pero las preocupaciones no se desvanecieron.
Mencionó: “Será un problema para los fanáticos los días que no haya partido”. Mayne-Nicholls indicó que en junio se registran hasta 38 o 40 grados Celsius. “No es posible hacer nada en la calle”.
Hasta los cataríes creyeron que su veredicto era un golpe demoledor. Un directivo que trabajó en la candidatura de Qatar aceptó que el informe de evaluación fue “vergonzoso”.
No obstante, mientras más hablaba Mayne-Nicholls con los diversos administradores y plutócratas del Comité Ejecutivo de la FIFA, más le impactaba lo poco que su presentación había logrado disminuir el apoyo a Qatar. Comentó que solo uno de los directivos había solicitado ver los informes completos. La mayoría parecía ya haber tomado una decisión.
Mayne-Nicholls agregó: “Me decían que los cataríes eran fuertes candidatos. Eran los que votaban. De inmediato me di cuenta de que Qatar ganaría”.
Conforme Qatar pulía su candidatura para la Copa del Mundo, sus representantes pasaban horas en sesiones de capacitación para hablar con los medios con consultores de relaciones públicas contratados en Europa con el fin de preparar respuestas a cuestionamientos potencialmente incómodos sobre el trato del país a los trabajadores migrantes y su actitud respecto a los derechos de las personas homosexuales.
Era un terreno difícil incluso para los ejecutivos más veteranos, dado que la homosexualidad era y sigue siendo ilegal en Catar. En una sesión de capacitación para medios presenciada por The New York Times, el jeque Mohamed, el hijo más pequeño del gobernante del país en ese momento, respondió a una pregunta de prueba sobre el tema insistiendo en que todos los visitantes serían bien recibidos en el país.
Cuando uno de los capacitadores respondió señalando que un periodista podría preguntar a continuación cómo sería eso posible con las leyes que penalizan la homosexualidad, el príncipe respondió: “Es ilegal en la mayoría de los países”. Con incertidumbre, volteó la mirada de un lado al otro: “¿O no?”.
Al ser confrontado en otro momento sobre el trato del país a los trabajadores migrantes, insistió en que Qatar “ya ha tomado las medidas necesarias” para protegerlos. Declaró: “Aquí todos respetan a los trabajadores migrantes”.
La visión de Qatar para el Mundial no solo requería la construcción de siete estadios y la remodelación de un octavo. Esa nación también necesitaba una red entera de carreteras y vías para transportar a los fanáticos de una instalación deportiva a otra y muchísimos hoteles para hospedarlos: nada menos que un país reconfigurado por completo, que surgiera de la arena con un proyecto de construcción de nación de 220.000 millones de dólares.
Para lograrlo, Qatar reclutó a cientos de miles de trabajadores migrantes de algunos de los rincones más pobres del planeta, lo que infló la población del país (que creció un 13,2 por ciento tan solo el año pasado) y atrajo mucha atención por el trato a quienes pusieron la mano de obra, así como por sus derechos y condiciones de vida.
Se desconoce cuántos murieron durante la década pasada o incluso antes, y es probable que nunca lo sepamos. Muchos miles más han regresado a casa enfermos, heridos o sin la paga que les prometieron.
Michael Page, subdirector para Oriente Medio de Human Rights Watch , mencionó: “Este evento fue completamente construido con el gran esfuerzo de los trabajadores migrantes, en un total desequilibrio de poder. Fueron abusos muy predecibles”.
El diminuto tamaño del país no ha logrado contener su ambición. Por ejemplo, este verano Qatar anunció que, como parte de la Copa del Mundo, llevaría a cabo un festival de música dance en Ras Abu Fontas, al sur de Doha.
Los organizadores señalan que el objetivo es garantizar una experiencia sin paralelo a los hinchas. Sin lugar a dudas será diferente: Qatar conmocionó a la FIFA y a los fanáticos el viernes al decidir a solo unos cuantos días del partido inaugural del torneo que no cumpliría con su promesa de permitir la venta de cerveza en sus ocho estadios mundialistas. Se podrá comprar en algunas áreas de la Copa del Mundo, incluso durante varias horas específicas del día en zonas para fanáticos, pero es evidente que el viernes los anfitriones modificaron las tradiciones del torneo en el último minuto para satisfacer las reglas locales.
Este cambio de parecer hizo surgir nuevas dudas sobre si todos (en particular los fanáticos LGBTQ+) serán tan bienvenidos como el comité organizador de Qatar y la FIFA han asegurado una y otra vez.
Unas semanas antes de la Copa del Mundo, Gianni Infantino, el sucesor de Blatter como presidente de la FIFA, escribió a cada una de las 32 naciones que calificaron para el torneo. Infantino, que ahora es residente de Qatar, exhortó a todas ellas a “no dejar que el futbol sea arrastrado en todas las batallas ideológicas o políticas que existen”.
Indicó que era momento de dejar que el deporte “acapare el escenario”.
Es probable que sea demasiado tarde para eso. A medida que el torneo se acercaba, las críticas a la decisión de la FIFA de llevarlo a Qatar solo aumentaron. Una lista creciente de futbolistas en activo, exjugadores, entrenadores, fabricantes de ropa deportiva y, en particular, hinchas han expresado su oposición. Blatter admitió este mismo mes que la elección de Qatar como sede fue un “error”.
En cambio, la respuesta de Qatar ha sido mostrar cada vez más indignación. El emir del país despotricó el mes pasado sobre lo que describió como una campaña de críticas “sin precedentes” de Occidente. Hace dos semanas, el ministro de Relaciones Exteriores de Qatar calificó los cuestionamientos sobre su idoneidad para ser anfitrión del torneo como “muy racistas”.
La FIFA no siempre se ha opuesto tanto a la idea de usar el futbol con propósitos ideológicos. Aun después de todas las investigaciones, las órdenes judiciales y las detenciones, la FIFA como institución siempre ha justificado su decisión de ir a Qatar insistiendo en que el deporte puede ser un agente para el progreso.
No obstante, tras el inicio del torneo que el país anfitrión estaba dispuesto a pagar a casi cualquier precio y con los ojos del mundo fijos en un rincón diminuto del golfo Pérsico, es difícil no sentir que es al revés: nadie sabe si el futbol cambiará a Qatar o no, pero Qatar ha cambiado al futbol para siempre.