Cuando los habitantes pobres pueden acceder a tierras económicas adecuadas con los servicios mínimos, ubicadas correctamente, cerca de los polos de desarrollo, ellos mismos construyen sus propias casas creando comunidades vibrantes con poco o ningún apoyo del gobierno.
Estas comunidades mejoran sus viviendas con el tiempo, con su propio trabajo o invirtiendo sus ahorros. Esto es algo que ningún gobierno ha logrado realizar. Claro, hay que admitir que estas nuevas comunidades no cumplen estrictamente los códigos de construcción, las regulaciones para la subdivisión de la tierra, los requisitos de zonificación y de uso del suelo o incluso los regímenes de propiedad. En este sentido, estas comunidades aún permanecen fuera del marco legal, marco que por lo general se elabora sin pensar en las necesidades básicas insatisfechas de estos ciudadanos.
Por años, las entidades que se ocupan del problema de la vivienda en nuestro país se han concentrado en mejorar las condiciones de los asentamientos informales. Los gobiernos locales y centrales han emprendido una variedad de programas para proporcionarles a estos asentamientos legitimidad y legalidad, mejorando las vías de acceso y las redes de acueducto y alcantarillado, conectándolos con la infraestructura de la ciudad, incluyéndolos en el proceso político, mejorando la seguridad y ocasionalmente proporcionándoles acceso a las finanzas, en particular a las microfinanzas, para ayudarles a mejorar sus viviendas. Pero por loables que puedan ser estos esfuerzos, estos programas abordan únicamente la mitad del problema, la mitad que se ocupa de las viviendas que ya existen. La otra mitad tiene que ver con permitir y facilitar la creación de nuevas viviendas para los miles de hogares nuevos que se forman cada año.
Así pues, la clave para una política nacional de vivienda correcta es una oferta viable de tierras urbanas libre de corrupción y con un programa adecuado y sostenible. Una política de vivienda siempre es una política de dos frentes. Uno de ellos consiste en estabilizar las tierras ocupadas por las comunidades para transformarlas en barrios prósperos y vibrantes. El otro consiste en aumentar la disponibilidad de tierras, en cantidades adecuadas y con buen acceso a las oportunidades de trabajo, para ubicar allí a las nuevas familias y a quienes llegan a la ciudad. Sobre todo, porque mejorar la infraestructura de los asentamientos informales es mucho más caro que proporcionar infraestructura de la misma calidad a terrenos sin ocupar que luego serán habitados.
Un detallado estudio de ingeniería estimó los costos de construir infraestructura residencial —acueducto, alcantarillado, calles pavimentadas, aceras, muros de contención, electricidad, iluminación, etc.— , y determinó que fueron entre dos y tres veces superiores a los costos de proveer esos mismos servicios a nuevas subdivisiones de terrenos.
Este mismo estudio, al comparar los barrios pobres existentes con las nuevas parcelaciones, encontró varios factores que contribuían al incremento de los costos: demoler y reubicar 6% o más de las viviendas en promedio, para trazar calles.
Realizar las obras mientras los residentes seguían con sus vidas normales, trabajar con maquinaria y equipos más pequeños, una administración más compleja y prolongada, una alineación irregular de las calles y planos incompletos que requerían una revisión frecuente, algunos por estar situados en terrenos difíciles o a gran distancia de las redes de infraestructura.
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