En el país centroamericano, según los datos de la ONG Techo, hay un déficit habitacional que supera el millón y medio de viviendas, lo que lleva a miles de personas a instalarse de forma clandestina en lugares de riesgo natural, como El Cambray, un asentamiento enclavado entre montañas que al derrumbarse a principios de octubre pasado se llevó por delante la vida de al menos 280 personas.
Otros simplemente ocupan las tierras que no quiere nadie, los refugios de los parias. El asentamiento de Manuel Colóm Argueta, el asentamiento “del basurero”, se creó hace 7 años cuando varias decenas de familias decidieron instalarse en una nueva zona del relleno sanitario del basurero más importante de la capital de Guatemala.
“Vinimos aquí a invadir”, reconoce María Mendoza. Su sonrisa quiebra las arrugas de su rostro. Dos de sus hijos fueron de las primeras personas que entraron aquí; después vendrían ella y su marido; más tarde llegarían su hija y sus nietos.
Hoy toda la familia reside en Manuel Colóm Argueta. Aunque apenas se encuentra a unos minutos del centro histórico de Guatemala, son pocos los que vienen aquí. El olor es, a menudo, insoportable. Hay desperdicios por todas partes: automóviles destartalados, muebles raídos… una masa infinita de lo que un día fue la vida de alguien.
En el asentamiento “del basurero”, a los Mendoza les corresponde la misión de arreglar las máquinas del sueño. Hoy es Jefferson Mendoza, de 27 años, quien se encarga de la tarea que aprendió de su padre: con sus dedos ásperos retuerce los muelles de los somieres hasta devolverles la forma de lo que un día fueron.
A esta hora del mediodía ha arreglado ya dos y a punto está de terminar otro, al que ha logrado convertir en un refugio nocturno para dos. Cuando concluya la jornada, su tío vendrá a recoger la mercancía: serán cinco piezas a Q20 (US$2.6) cada una. Q100 (US$13.1) con los que viven a diario 7 personas, pues en la casa de María Mendoza el único ingreso que entra es el de su hijo. Su marido hace tiempo que sufre diabetes.
En Guatemala, vivir en una situación de pobreza extrema, según las mediciones de la encuesta Encovi 2014, significa contar sólo con Q5 mil 750 al año (US$754.4) , mientras que hacerlo en pobreza no extrema implica unos ingresos mínimos de Q10 mil 210 (US$1 mil 339) al año.
En el asentamiento “del basurero” estas estadísticas carecen de sentido. En Manuel Colóm Argueta todos son pobres, o lo que es peor, parias. “Lo que falta aquí son oportunidades para trabajar, para estudiar y servicios básicos para tener una vida digna”, subraya a Efe el responsable de la organización Techo, Antonio de la Roca.
A los habitantes de este poblado nadie les ofrece más trabajo que el de rebuscar en la basura todo aquello que pueda ser revendido o reciclado. “Guajear” en la jerga del barrio.
“Al día, guajeando, se pueden sacar entre Q40 o Q60 (entre US$5 y US$7.8)”, explica Carlos Macedonio Franco, quien a sus 43 años se protege del sol charlando con sus vecinos Lionel y Jaime en la entrada de su vivienda, una pequeña chabola de cuya entrada cuelga un trozo de tela.
“Aquí los políticos ofrecen ayuda y luego se van”, comenta Lionel, el más veterano de los tres. “Pura demagogia”, añade Jaime desde su silla de ruedas.
Hace unos seis meses que asfaltaron las callejuelas del poblado; antes ya habían instalado los servicios de agua y luz: la legitimación del desgobierno.
Aún así, los servicios son insuficientes y las 200 familias que residen en el asentamiento sobreviven en condiciones precarias: no hay ventilación, ni aislamiento, ni las mínimas condiciones higiénicas. “Había agua por debajo del piso”, señala Jefferson Mendoza.
Vivienda nueva
Desde hace dos días, voluntarios de la organización Techo, en una iniciativa en colaboración del Instituto Guatemalteco de Turismo (Inguat), están construyendo una decena de viviendas nuevas para familias del asentamiento: María Mendoza es una de las beneficiarias. Tendrá que pagar el 10% de los €2 mil 500 (casi US$3 mil) en los que está valorada.
“Es un gran avance”, asegura su hijo, mientras acaba de enderezar un último muelle. Al otro lado, María observa como los voluntarios, venidos de Estados Unidos y la propia Guatemala, terminan de colocar la estructura de lo que será su nueva vivienda. La pequeña Daniela, de 3 años, no se separa de ella.
“Vivimos a la par de la basura, pero no vivimos en el basurero”, repite María. Su sonrisa vuelve a quebrar las arrugas de su rostro.
Pronto tendrá lista su nueva casa. La casa en la que Daniela crecerá para un día dejar de ser una niña más “del basurero”. Una casa que pintará de azul, “y un poco de blanco”, para que se parezca más al cielo.