Son las comunidades Las Cruces, Ojo de agua, Bethania y Hermógenes Montellano, del municipio San Pedro Yepocapa, en el departamento de Chimaltenango , a unos 45 kilómetros de distancia de la zona cero de la tragedia que dejó el volcán hace dos años -en el departamento de Escuintla-, cuando arrebató la vida de 202 personas y dejó calcinadas y sepultadas a otras 229.
Los pobladores de dichas comunidades, ubicadas 88 kilómetros al oeste de Ciudad de Guatemala, jamás imaginaron que podrían contar con un sistema de cultivos variados y que los empujaron a evolucionar de los tradicionales monocultivos de maíz o café.
Estas herramientas no solo les ha permitido lidiar con el vecino volcán en constante actividad, al menos en la ya normal caída de ceniza cotidiana, sino que han conseguido mantenerse sin contagios al salir menos de casa, evitar acudir al mercado y alimentarse con su propia cosecha, pese a que uno de los municipios de Chimaltenango, Patzún, padeció la covid-19 con el primer caso comunitario en el país.
Ahora, Chimaltenango ha logrado controlar la pandemia, tras un cerco sanitario a Patzún, y suma el 1,48 por ciento del total de contagios en el país centroamericano, que ascienden en total en todo el territorio a 33.809, con 1.443 fallecidos.
Sobrevivir al volcán
“Da miedo vivir con el volcán aquí; nos va a enterrar”, dice con una sonrisa Irma Chonay, de 35 años de edad, mientras camina junto a otras mujeres desde la hortaliza comunitaria al potrero del cual recogen el estiércol de ganado vacuno para alimentar la composta y, con ello, obtener el abono de los túneles agrícolas en el poblado Ojo de agua.
Solo dos minutos caminando y la exuberancia de la comunidad se deja sentir en una carretera de tierra que pasa por debajo de una especie de galería de árboles. Todo ese verde se suele cubrir de ceniza, pero nada similar a lo vivido el 3 de junio de 2018 con la erupción de aquel día del volcán.
Otras mujeres de la comunidad vecina Bethania describen ese día, un domingo que iba a ser como cualquier otro, como “impresionante”, como lo recuerda Vilma Quebac, de 38 años. Ese día “vimos cómo el cielo se cubría de un gris espeso. Aquí (de este lado del volcán) no hubo fallecidos, pero el susto lo tenemos todavía. Ahora estamos más alerta a los retumbos y las explosiones que saca todos los días”.
O Carmen Rosa Quebac, de 49 años, quien estaba en el mercado y cuando regresó a casa “tronó fuertísimo” y “se hizo una gran nube”.
Lo dice mientras se pronuncia el volcán. Es uno de sus tantos estremecimientos diarios. Ese día, del 3 de junio de 2018, la potencia fue una de las tres más fuertes de la historia del cráter, con una repercusión devastadora del sector de Escuintla (al sur).
“Seis meses después de que cayó la ceniza de ese día estábamos recuperándonos. Todo se murió, por eso los macrotúneles son una solución, porque tenemos una base para salir adelante”, subraya Vilma.
Combatir la pandemia
Ahora, con ayuda de la entidad de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, en inglés) y el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Alimentación (Maga) de Guatemala, cosechan con éxito tomate, pimiento y chile jalapeño orgánicos, además de una basta variedad de verduras alrededor de los llamados macrotúneles de cedazo, que evitan plagas y ceniza y mantienen un clima idóneo para el cultivo.
“Con este proyecto nos ha cambiado bastante la vida, porque ya con esto ayudamos a los esposos para que con algo que ellos ganan y con lo que sacamos aquí podamos invertir en otra cosa. Hemos aprendido mucho. Antes no sembrábamos nada, ahora podemos hacerlo; sabemos cómo preparar la tierra”, sostiene Irma Chonay frente a uno de los macrotúneles que ya dio la segunda cosecha.
No lejos de Ojo de Agua, en la comunidad Las Cruces, Rafael Umul, de 50 años de edad, describe a Efe cómo el café, que era el monocultivo al que se dedicaba la comunidad, ahora es uno más en la agricultura del sitio.
La erupción de hace dos años cambió la realidad de la zona en Las Cruces, aún más húmeda y tupida que Ojo de Agua. “Todo se perdió y desde entonces vimos la necesidad de contactar con el MAGA para pedirles apoyo con nuestros cultivos y, tras coordinar con sus extencionistas y la FAO, nos enseñaron 1 año y 2 meses a trabajar el tema de la hortaliza”, expone Umul.
Además del tomate, jalapeño y pimiento, Umul y los demás vecinos cultivan amaranto, remolacha, brócoli, lechuga, cebolla, camote, cilantro y otras verduras más, aprovechando el impulso de los macrotúneles.
“Ahorita podemos quedarnos un momento sin trabajar, como nos ha ocasionado la pandemia”, asiente mientras piensa qué almorzará este día. Será algo con lo que resta de pimientos de la cosecha anterior.
“Estamos en un proceso de que nuestra gente no acuda tanto a cultivar para evitar riesgos. Nos dividimos los grupos por túnel y vienen dos personas máximo a revisar y laborar; también estamos impulsando la agricultura familiar para que cada quien coseche en sus propios terrenitos y jardines y eviten salir de casa”, reflexiona.