Guatemala es un claro ejemplo de esta situación discordante. El país tiene índices extremadamente altos de desnutrición crónica, bajo peso al nacer, sobrepeso y obesidad. Además, gran parte de la población sufre deficiencias de micronutrientes, lo que resulta en una triple carga de enfermedades: infecciosas, nutricionales y crónicas degenerativas.
Por otro lado, los avances en cuanto a la reducción de todas las formas de malnutrición, en especial de la DCI, ha sido muy limitado, y esto tiene graves consecuencias para la población y para el país.
En cuanto al efecto sobre las personas, es importante destacar que los niños con DCI tienen un riesgo muy alto de enfermar, una capacidad cognitiva reducida que impacta en su aprendizaje y alcanzan la vida adulta con menor productividad. Además, la DCI aumenta el riesgo de diabetes y enfermedades cardiovasculares, así como el de muertes prematuras en la edad adulta.
Guatemala paga un precio muy alto por las altas tasas de malnutrición y DCI. Esta implica una carga económica enorme sobre los sistemas de salud y un efecto crítico en la capacidad de producción del país. Los cálculos más recientes del Banco Mundial muestran un impacto negativo del 10% sobre el PIB como resultado de las altas tasas de DCI de las últimas décadas.
Mejor equipada que nunca
A pesar de esta realidad, sabemos que Guatemala está hoy mejor equipada que nunca para combatir la DCI. En primer lugar, porque comienza a existir conciencia entre los distintos segmentos de la sociedad sobre el hecho de que este es un problema grave, y se reconoce que la DCI en Guatemala es alarmante.
En segundo lugar, porque Guatemala tiene una estrategia nacional, un plan de acción y un financiamiento específico, con alta concesionalidad, para enfrentar la DCI. En tercer lugar, porque a nivel mundial tenemos evidencia concreta sobre lo que se puede hacer, lo que mejor funciona y cuánto cuesta.
Las nuevas investigaciones biomédicas muestran que el retraso en el crecimiento temprano aumenta el riesgo en la edad adulta, no solo para el individuo. Las madres que sufrieron DCI también tendrán más riesgo de que sus hijos sean afectados nutricionalmente durante su gestación —en el útero—, y esto no solo afectará a sus propios hijos, sino también a sus nietos.
Esto es lo que conocemos como efecto de triple generación. El terrible efecto de doble carga para las madres con bajo peso al nacer, que desarrollaron DCI durante los primeros años de vida y que a su vez fueron obesas durante el embarazo, conlleva que sus hijos —y nietos—nazcan con un mayor riesgo de obesidad en la vida adulta, a través del llamado mecanismo de programación fetal.
Un ejemplo de esto se puede ver en la India, donde algunos estudios han encontrado impactos transgeneracionales de la desnutrición de doble carga en el aumento de las tasas de diabetes en adultos jóvenes. Está suficientemente comprobado que si no actuamos ahora los daños en el futuro serán irreparables y, por consiguiente, el impacto social y económico aumentará aún más.
Otros casos recientes
Países como Perú, Senegal o Vietnam ya le han dado a este problema la prioridad que requiere y han implementado con éxito programas contra la DCI. Senegal tiene ahora las tasas de DCI más bajas en África, con menos del 20% a escala nacional, gracias a inversiones en salud y nutrición a nivel de comunidades y trabajando con ONG locales.
Vietnam ha reducido rápidamente las tasas de DCI durante un período de crecimiento económico, implementando mejoras en los servicios de salud, cobertura universal de seguro de salud y énfasis en acciones basadas en evidencia, como la lactancia materna exclusiva durante los primeros seis meses de vida.
En Brasil, con el apoyo de la sociedad civil y la participación comunitaria, se lograron reducir las tasas de desnutrición crónica de manera gradual pero muy constante, desde 30% a menos del 10% durante 30 años.
Las intervenciones enfatizaron la importancia de la lactancia materna, por ejemplo, en los puestos de trabajo, a través de la licencia de maternidad, a través de aumentar los niveles de educación de las mujeres y la cobertura ampliada de servicios de salud materno-infantil. Esto, complementado con programas de incremento al poder adquisitivo de los hogares.
Indonesia, con 8.4 millones de niños con DCI y que muestra patrones de malnutrición similares a Guatemala, también ha asumido el reto. Para ello, por solicitud del país, el Banco Mundial aprobó un nuevo crédito de US$400 millones destinados a complementar fuentes de financiamiento público y hacer frente, así, a sus altas tasas de DCI, con un enfoque multisectorial.
Las proyecciones muestran que si Indonesia implementa adecuadamente su estrategia evitará que millones de niños contraigan DCI. Justamente, estos nuevos conocimientos y estrategias de intervención han sido considerados en el marco del Programa Crecer Sano que cuenta con un financiamiento concesional de US$100 millones más una donación de US$9 millones —mismo que está listo para aprobación por parte del Congreso, pero en riesgo inminente de vencimiento—y que tiene un solo objetivo: reducir las extremadamente elevadas tasas de desnutrición crónica del país, las más altas de América Latina.
En los próximos siete años nacerán más de 2.8 millones de guatemaltecos, lo que, según las tasas actuales representará 1.3 millones de niños susceptibles de desarrollar DCI. Sabiendo cómo se debe intervenir, y contando con los recursos que evitarán grandes daños en un futuro cercano, ¿hay razones para esperar?
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