El 5 de noviembre, Eta tocó suelo guatemalteco después de haber golpeado la costa atlántica de Nicaragua y el Valle de Sula, en Honduras.
En Guatemala, la tormenta sacudió el oriente y el norte, y justo ahí, en Campur, una aldea del municipio de San Pedro Carchá, Alta Verapaz, inundó la comunidad hasta cubrir las viviendas.
De una de las dos iglesias en la localidad solo se veían las cruces de la cúpula.
El recuento oficial indica que 900 casas quedaron bajo el agua. “De esas, 150 ya están visibles en la superficie, otra vez”, aclara Winter Coc, alcalde de San Pedro Carchá, cuyo casco urbano dista 43 km de Campur.
El nivel del agua comenzó a descender. Antes de la Navidad, Coc refirió vía telefónica que eran cuatro metros. Ayer, en su despacho, aseguró que bajó 11 metros en algunos puntos. “El mercado ya está descubierto y eso llenó de alegría a la gente, porque es el centro de la economía”, agregó el jefe edil.
El mercado se ubica en la parte alta de la aldea y las personas ya vuelven a circular por el lugar, con mercancías, pero casi todos sin mascarilla.
Calle abajo, a 200 metros, una ceiba marca la única vía transitable, que que comunica a San Pedro Carchá con la Ruta Nacional 5 (RN-5), entre Alta Verapaz y Petén, por la Transversal del Norte. En ese punto, las casas muestran señales de haber estado sumergidas.
Luis Batún, con su mochila a la espalda, gorra y rostro sin protección, camina hacia la izquierda junto a un grupo de trabajadores del campo, desde la ceiba hasta un improvisado muelle, a lo largo de tres cuadras cubiertas de lodo y piedras, en cuyo borde aguardan tres barcazas con remos, el nuevo medio de transporte de Campur.
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El nivel del agua ha bajado lo suficiente como para que a la iglesia del centro se la vea completa, o para abrir la persiana de la ferretería de la esquina. Sin embargo, las calles no son transitables porque continúan anegadas. El suelo cárstico dificulta su drenaje.
“Gracias a Dios, mi casa ya está descubierta”, dice Batún, aunque todavía no puede volver a vivir en ella. “Lo que estamos haciendo es ir a ver cómo está y si hay algo para recuperar”, cuenta el comerciante, quien nació en Campur y espera seguir viviendo allí.
Hacia el otro lado de la ceiba, tomando el camino de la RN-5, hay una seguidilla de comercios que finalizan en el cementerio comunitario. Uno de ellos es una venta de celulares y artículos para teléfonos móviles. Gerardo Coc, con muletas, está en la puerta. Adentro está vacío, pero al menos ya no hay lodo porque lo removió.
La construcción es de tres niveles. El más alto, que da a la calle, era su negocio. Los inferiores, en la ladera que rodea al centro de la aldea, quedaron inundados. Se puede bajar a ellos, pero están inhabitables: suelo levantado, humedad en las paredes, muebles inservibles y los cimientos al desnudo.
Para obtener ingresos económicos, Gerardo va a diario en motocicleta a Lanquín para vender sus productos. Se trasladó a una aldea cercana, donde alquila una habitación.
Es la misma solución a la que llegó Éricka Gormá, también comerciante y de la misma zona, que se mudó a 10 minutos en mototaxi. Sus pertenencias se perdieron en el deslave y solo le quedan las 24 láminas que la municipalidad le entregó tiempo atrás.
“Pero esa ayuda no es del gobierno. Es de privados, de extranjeros, de migrantes. Los migrantes nos apoyaron muchísimo para comprarlas. Hasta mi esposa y mi hijo aportaron”, comentó el alcalde Coc al añadir que las láminas de zinc son un paliativo temporal para los damnificados.
“Como municipalidad, les vamos a dar un lote, aquí, en el centro de San Pedro Carchá. Lo vamos a urbanizar, con parques, calles e iglesias, y a cada uno de los afectados le vamos a dar su lote”, continúa Coc.
Precisamente un terreno lejos de Campur es lo que necesitarían Roberto Choc y los seis integrantes de su familia. A un costado de la RN-5, Eta destruyó la carretera e Iota convirtió en cascada el relleno que hicieron, donde está la casa de Choc.
Tras pasar 48 días en un albergue en Carchá, decidieron volver “por aburrimiento” y porque en el patio trasero están sus plantaciones de cardamomo y los cultivos de subsistencia, que también perdió. Llevan tres días en su antigua casa, sin luz ni vecinos, porque son la excepción en una aldea que, aunque su suelo se va drenando, sigue siendo inhabitable.
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Fracturado por las circunstancias
Donde hasta no hace mucho hubo anaqueles de vidrio con teléfonos celulares, cargadores y protectores, hoy solo queda el piso de loza blanca.
Afuera las calles están enlodadas, pero adentro, Gerardo Coc, el propietario del negocio de móviles, ya se encargó de limpiar. A pesar de estar usando muletas.
“Me caí de la motocicleta cuando iba a vender, y ahora me quedé así”, relata.
Una de sus piernas está visiblemente inflamada. Utiliza chanclas de goma en lugar de botas para la lluvia, calzado oficial de Campur.
“No tengo ni el negocio, pues”, justifica. Coc utiliza la motocicleta para viajar, a diario, hasta el municipio de Lanquín, donde ofrece sus productos de telefonía.
Con el suelo mojado, tan propio de la zona, resbaló. De eso han pasado dos semanas, en las que no ha logrado vender nada.
Su inmueble es una construcción de tres pisos, en el que el superior es la sede de su negocio, a ras de calle, y los dos niveles inferiores los usa de vivienda, en la ladera. Se inundaron y, en parte, quedaron inhabitables.
Es la zona alta de la aldea, pero ni así se libró. Los dos locales contiguos a su negocio también son suyos, alquilados como módulos para comercio. El escenario es aún peor en ellos: quedaron sin techo, ventanas ni puertas.
Gerardo se mudó a una aldea cercana, donde alquila una habitación, porque a Campur no puede volver para vivir. Su medio de subsistencia está congelado y su pierna, fracturada.
El retornado
Picando piedra, con la ayuda de un amigo que vive en San Pedro Carchá, Roberto Choc batalla por rehacer su vida en Campur.
Su casa queda al borde de la RN-5 y durante semanas estuvo rodeada por una corriente de agua perenne que mantenía a la carretera como el descansillo de una cascada.
“Nos aburrimos después de tanto tiempo. Allá no teníamos de qué vivir”, cuenta Choc, agricultor de café, maíz, frijol y cardamomo. Él pasó 48 días junto a los otros cinco miembros de su núcleo familiar en un albergue de la cabecera municipal.
Perdió las cosechas y aunque la alcaldía les dio una partida de 24 láminas, el único terreno que poseen es el que debieron abandonar tras el ingreso de las tormentas Eta e Iota al país.
Hace dos semanas recibieron una bolsa de víveres por parte de la municipalidad, “lo único de comida que nos han dado”, pero su fuente principal de subsistencia son donaciones de amigos.
Uno de esos amigos es herrero y le fabricó dos carretas-parrilla a la esposa de Roberto para vender comida.
“Tengo aquí a mi mujer, a mis hijos, y el alcalde y el gobernador, bien, gracias. Ni han venido a ver cómo estamos”, reclama Choc.
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Baja, pero no lo suficiente
Aunque las barcas de madera se han convertido en el medio de transporte de Campur, quienes las utilizan no son aquellos cuyas casas están sumergidas, sino quienes las tienen en la otra orilla.
El descenso del agua ha hecho que estén cada vez más cerca de la carretera, pero no por ello las casas que se van descubriendo vuelven a habitarse.
Luis Batún es comerciante. Otros cuatro hombres, trabajadores suyos, le acompañan en su viaje en barca hasta su vivienda. Agradece a Dios que se haya drenado su zona. “Pero ahí no vamos a poder regresar; nomás voy por ver si se puede rescatar algo”, dice.
Hay dos maneras de llegar a su casa: en barca o por un sendero de montaña que bordea Campur. Este, sin embargo, se complica por la fangosidad del suelo, saturado por la temporada de lluvias. Además, deben andar en esas condiciones por 15 minutos y luego retornar por otra vía, porque el camino los saca más allá de su barrio.
“La municipalidad nos ofrece láminas, pero eso da igual, porque las casas que se van descubriendo están muy mal como para arreglarlas, y no podemos construir allí porque hay demasiada agua cerca y no para de llover”, añade.
Luis ya puede ver su casa, porque el nivel del agua ha bajado lo suficiente para ello, pero no puede habitarla.
La casa de papá
“La mera verdad es que yo no vivo acá, pero la estamos limpiando por nuestro papá”. Marvin y dos hermanos suyos sacan paladas de lodo, agua y escombros de una casa cercana a la RN-5.
Allí vive su padre, quien fue evacuado cuando comenzaron las lluvias por la tormenta Eta y enviado a un albergue en Carchá.
Afuera apilan muebles rotos, papeles, restos del repello de las paredes interiores y basura, todo ello mezclado con un barro viscoso que se pega a las palas. La misma escena se repite por toda la acera.
Marvin y sus hermanos son comerciantes, como casi todos los vecinos de la cuadra. Él se dedica a la venta de cardamomo, cuyos cultivos perdió.
Su padre ya no trabaja, pero es el propietario de la casa. “La verdad, es que uno sí quisiera volver, porque es lo mero de uno, su casita. Habrá que esperar a ver qué dicen las autoridades”, sostiene Marvin.
Sin embargo, tal posibilidad parece lejana: el plan del alcalde Winter Coc es reubicar a toda la población. En el interior de la casa no quedan ni los marcos de las puertas. Igual que el comercio y los cultivos, también se fueron con la corriente.