Sin embargo, el más duro revés para las perspectivas de gobernabilidad lo sufrió el país el pasado 16 de abril, cuando la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, junto a la Fiscalía Especial contra la Impunidad (Feci), del Ministerio Público, desbarató una de las más poderosas redes que operaba dentro de la Superintendencia de Administración Tributaria (SAT), la cual estaba integrada por funcionarios, exfuncionarios de esa institución y personas cercanas al Gobierno, como el caso del hasta hoy prófugo Juan Carlos Monzón, quien era secretario privado de la vicepresidenta Roxana Baldetti, quien antes del escándalo siempre defendió a su subordinado, y al enterarse, le avisó de los cargos, tras lo cual el señalado se dio a la fuga.
Juan Carlos Monzón, primero de izquierda a derecha, fue acusado de integrar una poderosa red que operaba dentro de la SAT.
Dos lecturas se hacen obligadas para comprender los alcances de esa acción: la primera es que quienes se encargan de asestar ese golpe a una estructura paralela dentro del Estado son parte de una oficina externa, regida por la Organización de Naciones Unidas, ajena al andamiaje jurídico nacional y que de hecho constituye el ejemplo más evidente de que muchas entidades guatemaltecas han dejado de cumplir con su papel, principalmente en lo relativo a la efectiva persecución del delito y a reducir los altos indicadores de impunidad, sin importar conexiones políticas o gubernamentales.
La segunda lectura, que es igualmente devastadora, es la puesta al descubierto de un grupo criminal que funciona dentro de una institución que desde su creación, el 21 de febrero de 1998, fue concebida para modernizar la administración tributaria, en cumplimiento de un programa de modernización del sector público contenido en los Acuerdos de Paz, la cual se estableció para convertirse en el ente rector en las tareas de recaudación para que el Estado pudiera superar muchos de los rezagos que mantienen a este país en posiciones de subdesarrollo y de poca competitividad.
Dos demoledoras evidencias de la enorme debilidad que carcome muchas de las instituciones públicas, pero que también denota los riesgos que entraña el arribo de políticos inescrupulosos a la administración pública, donde el clientelismo y la irresponsabilidad han contribuido a ese debilitamiento de numerosas instituciones, al punto que el sentido del modelo republicano se ha vuelto difuso, como lo evidencia la virtual desaparición de poderes, pilares de toda democracia.
Socavamiento institucional
Tanto el sistema de recaudación tributaria, como el sistema de justicia, por citar apenas los dos ejemplos más cercanos, evidencian una erosión sistemática de la administración pública, cuyos eventos más recientes parecen haber ahondado una crisis que lleva décadas gestándose, y que hoy, como muestra de esa descomposición, tiene a las máximas autoridades de Gobierno inmersas en una crisis que amenaza a su vez con desencadenar mayores episodios de ingobernabilidad.
La primera huella de esa debilidad se da apenas en el segundo gobierno de la era democrática, cuando Jorge Serrano Elías intenta disolver el Congreso de la República y las cortes del país, lo que desencadena airadas protesta de la sociedad civil y de medios de comunicación independientes, lo que a su vez desemboca en la defenestración del gobernante, que abandona Guatemala el 25 de mayo de 1993, para refugiarse en Panamá.
Ese conato de autogolpe, ingratamente recordado como el Serranazo, abrió una vía para una “depuración de diputados” que habían sido calificados por el exgobernante como extorsionistas, pero aunque muchos salieron del hemiciclo y también se lograron algunas reformas a la Constitución, la institucionalidad nunca volvió a recobrar la compostura y muchos de aquellos “depurables” volverían a incrustarse en las entrañas del Estado.
Desprestigio cimentado
Por ello es que no resulta casual que buena parte del desprestigio institucional recae históricamente en el Congreso de la República, algo que se ratifica cada año y lo ubica como una de las instituciones más desacreditadas. Esta desconfianza ciudadana se la han ganado a puro pulso varias legislaturas, sin que existan visos de mejora y, por el contrario, cada año se acentúa la degradación ética, como se evidencia con la actual legislatura, que está por cumplir cuatro meses sin prácticamente hacer nada, y muy cerca de iniciar el receso parlamentario de medio año sin promulgar una sola norma, salvo que la nueva composición de fuerzas se embarque en la aventura de aprobar leyes impopulares o con dedicatoria, divorciadas totalmente de beneficio para los guatemaltecos.
El desprestigio ha sido una constante y eso se ratifica a la vez con la percepción que tienen los guatemaltecos de sus representantes. En la primera encuesta para 2015 que Prensa Libre encargó a la empresa Prodatos, para medir las preferencias de los guatemaltecos acerca de quienes aspiran a cargos de elección popular y de la calidad de sus instituciones, es precisamente el Organismo Legislativo en el que toma la delantera sobre todas otras mencionadas.
De hecho, en esa medición, de 0 a 100, los diputados alcanzan apenas un 12 por ciento en la confianza de los encuestados, y muy de cerca le siguen los partidos políticos, con un 14 por ciento. Cifras que no parecen diferir de lo que en la realidad ocurre, pues tanto los congresistas como las agrupaciones partidarias parecen haber perdido la brújula de sus deberes. Por el contrario, parecen tener una perversa claridad sobre las prioridades que marcan sus ambiciones.
Una competencia por el desprestigio en la que los sindicalistas tampoco se quedan cortos, pues con un 16 por ciento ocupan la tercera posición en esa escalada de desconfianza de muchas instituciones llamadas a jugar un rol más positivo para el país. Se trata, también, de un ideal que tampoco se cumple en las más alta magistratura nacional, pues la figura del presidente se ubica en la cuarta posición, con un 22 por ciento a la hora de conferirle algún nivel de confianza.
Entre los más confiables
Aunque tampoco se puede hablar de notas sobresalientes que los hagan desprenderse mucho de quienes albergan mayores niveles de desconfianza, son las iglesias, evangélica y católica, las que más confianza despiertan entre los encuestados, pues un 66 y un 58 por ciento, respectivamente, las siguen viendo como las instituciones hacia las cuales tienen una percepción positiva.
La iglesia Católica goza de una gran confianza entre la población.
También existe una opinión favorable hacia los maestros, quienes parecieran ganarse, a través del contacto con miles de niños y jóvenes guatemaltecos, la confianza de al menos el 58 por ciento de la población (no sin cierta disminución respecto de anteriores mediciones) de los encuestados, que también ubican en una cuarta posición, con un 51 por ciento, al Ejercito, una institución que tradicionalmente ha figurado en las primeras posiciones de las preferencias poblaciones, aunque pareciera que tiene un estancamiento en su popularidad.
La iglesia Evangélica es otra de las instituciones bien calificadas y con amplio respaldo.
Vistos con recelo
Muy por debajo de lo que podría considerarse como una mediana calificación, compiten otros actores tradicionales que tampoco parecen mejorar en la percepción de confianza de los entrevistados, como lo evidencia el 26 por ciento que se le concede los empresarios, o el 24 por ciento que obtienen los organismos de justicia. En igual escala es percibida la imagen de la Policía, que también se queda con un 24 por ciento de la confianza de los entrevistados.
Tradicionalmente, en la percepción ciudadana no parecen tener cabida los trabajos a medias y quizá por ello sean tan bien valoradas las imágenes que proyectan las iglesias, que probablemente por la autoridad moral que proyectan son vistas con mayor respeto. Asimismo, hay personalidades como es el caso de los alcaldes o líderes comunitarios, que alcanzan un 38 por ciento de valoración positiva: están por encima de los empresarios, la justicia o la Policía, pero se encuentran proporcionalmente bajos por tratarse de las autoridades más cercanas a la población y que deberían gozar de mayor confianza.
Mención aparte merece el Tribunal Supremo Electoral, que con un 31 por ciento de nivel de confianza, no parece haber convencido todavía a la población de las bondades de sus tareas, aunque bien puede ser porque esta medición se hizo en los días previos al inicio formal de la convocatoria a elecciones, las primeras de la actual magistratura. Algo que también podría ser discutible y en todo caso debe dejarse planteado el reto de una mejora constante en sus labores.
Lo cierto es que así como la Cicig dejó en evidencia que Guatemala tiene mucho que mejorar en sus sistema de seguridad y justicia, también lo es que muchas otras instituciones también deben emprender transformaciones profundas, si de verdad se aspira a alcanzar una renovación institucional, como precisamente ocurre ahora con la SAT.
La SAT necesita una profunda reestructuración para mejorar en la percepción de los ciudadanos.
Pero eso no ocurrirá mientras los políticos continúen viendo en las instituciones guaridas de enriquecimiento inmoral o a la población como clientela de un sistema de dádivas interesadas, condicionadas y politizadas, que puede llegar a causar tanto daño como la misma corrupción.
Si bien en esta nueva medición no están todas las instituciones susceptibles de ser evaluadas, figran las más importantes, y al final no deja de ser un pesado lastre que el mismo modelo prevalezca en muchas otras. Por eso es que no resulta casual que Guatemala también se ubique en las últimas posiciones de las naciones con escasos indicadores de transparencia o de pocas facilidades para la inversión, porque todavía no proyectamos la suficiente confianza de nuestras instituciones.
En mediciones acerca de la percepción de la corrupción que sobre Guatemala presenta Fundesa, y que van del año 2006 al 2014, nuestro país ha mantenido una posición deplorable, con calificaciones que apenas pasan de
los 26 a los 32 puntos, en una valoración de 0 a 100 puntos, lo cual es un claro indicador de las condiciones tan lamentables que prevalecen en el país y que tienen serias repercusiones sobre el funcionamiento de casi todas las instituciones.