De verde a rojo. De rojo a verde. Cada cambio de color marca la puesta en marcha de un pequeño ejército. En el escaso minuto en que los vehículos se detienen, los conductores tienen acceso a un pequeño bazar ambulante.
Naranjas, barquillos, malabares torpes y algo de caridad golpean los vidrios con insistencia. La misma rutina, unas 30 veces cada hora, más de trescientas veces en un día. Es la vida al pie del semáforo.
Desde Mazatenango
Con la llegada de la Navidad, nuevos inquilinos se han unido a la troupe usual del semáforo.
Entre ellos, Domingo Bajchá, su mujer, Catarina, y sus tres hijos, de entre 3 años y meses de vida.
Vienen cada tres meses y se quedan una semana en la capital. Domingo trabajaba en la agricultura, pero ha pasado a convertirse en uno de los miles de desempleados que dejó la crisis del café.
Ahora, junto a su mujer, vende incansablemente parasoles a los conductores. Su hijo Juan, de 3 años, da volteretas entre los automotores y pasa pidiendo unas monedas. Su otra hija se mantiene a la sombra, bajo un árbol, en el arriate de la avenida. A la más pequeña, la lleva Catarina en la espalda.
Sobrevivencia
Un picop que pasa tirando tres bolsas con panes de manteca transforma el semáforo en una fiesta tan ruidosa como breve.
A las 2 de la tarde, Domingo lleva a su familia a la Terminal para comer tortillas con frijol. En la noche, luego de ganar aproximadamente Q30, alquilan un cuarto en la zona 18, y tratan de reponer fuerzas, a la espera de un nuevo día, mendigando su vida entre los conductores.