El de Karnes es uno de los recintos para indocumentados del Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE, en sus siglas en inglés) de Estados Unidos, que los denomina “centros residenciales para familias”.
“Eso es una cárcel. Uno no tiene la opción de salir al exterior, por lo tanto uno está preso. La vida es de aquí al cuarto, del cuarto al baño y ver jugar a los niños en el campito que hay”, afirma la mujer, que salió de Guatemala en enero.
A las siete de la mañana se levantan para desayunar, a las ocho regresan a sus cuartos “para arreglar a los niños para que vayan a la escuela”, eso es a las nueve, cuenta López, que estuvo encerrada con sus hijos Daniel, de 16 años; David, de 12, y la pequeña Melany, con 5 recién cumplidos.
“Luego toca hacer limpieza en el cuarto y arreglarse uno y, después, quien quiere puede leer, puede hacer pulseras o ir al campo mientras pasa el tiempo. A la una es el almuerzo y, terminando de comer, ya se queda uno platicando (hablando) con las otras, pero en el centro se habla siempre de lo mismo y eso angustia mucho”, explica.
López, madre soltera, vivía en La Mesilla, una localidad de Guatemala fronteriza con México, y se dedicaba al comercio y a la venta ambulante: “Económicamente no estábamos ni bien, ni mal”.
“Guatemala es pura matanza y pura muerte. Decidimos venirnos aquí por la violencia”, dice la mujer, quien asocia la situación en su país con el narcotráfico y la guerra entre carteles.
“Claro que sufría por mis hijos: Estos grupos les ofrecen mucho dinero y les dicen que van a tener una vida más buena trabajando menos”, agrega.
El trayecto de Guatemala a la frontera de México con Estados Unidos lo hicieron en autobús y, tras cruzar el puente internacional, se entregó a las autoridades migratorias y pidió asilo político.
Su idea era viajar con sus tres hijos a Dakota del Norte, donde viven una prima suya y su esposo.
Antes de llegar al centro de Karnes pasó por “la perrera”, un recinto del ICE en la frontera para las familias que acaban de llegar al país: “Es una jaula, es todo alambrado. Tiran una colchoneta en el suelo y ahí uno tiene que dormir. Ahí me separaron de mis hijos, eso fue lo más difícil”.
“Yo no contaba con eso”, confiesa.
En abril logró salir de Karnes, tras más de dos meses de encierro y sin pagar la fianza de 7.500 dólares que le habían impuesto, gracias, asegura, a la huelga de hambre que protagonizó con decenas de madres del centro en protesta por las condiciones y el encierro.
“Salimos siete familias tras la huelga de hambre. Supuestamente nos liberaron por la huelga de hambre. El oficial nos dijo que nos sacaba porque no quería que contamináramos a las demás que iban a entrar”, narra con una sonrisa.
Del centro de detención fue a un albergue llamado La Casa que la organización Raíces gestiona en San Antonio (Texas) para las familias recién puestas en libertad. Yanira ha vivido ahí desde entonces.
Sus planes cambiaron: Mientras estaba encerrada su prima de Dakota del Norte le sugirió que pidiese la deportación y López decidió quedarse con sus hijos en San Antonio.
Daniel, David y Melany empezarán la escuela a finales de agosto y ella está a la espera de recibir en septiembre el permiso de trabajo para aceptar “una propuesta” laboral.
“San Antonio está bien, ¿no?”, pregunta esta madre.