Una investigación de Prensa Libre permitió establecer que, aunque la mayoría de linchamientos se reportan en comunidades con mayoría de población indígena, esta no es una condición para explicar por qué toman la justicia a cuenta propia. Por el contrario, estos actos se derivan de la represión militar y la estructura paramilitar implementada allí por el Estado.
En los últimos 13 años dos mil 612 personas fueron víctimas de linchamientos en toda Guatemala. Casi la mitad de ellos, en Guatemala, Quiché y Alta Verapaz. Que ocurran allí desnuda una lógica perversa: en esas áreas del país también se concentraron 9 de cada 10 masacres cometidas por el Ejército durante el período más sangriento de la guerra, en los años 80.
Quienes golpearon, azotaron, mataron y lincharon durante los últimos tiempos quizás ejercieron una práctica ancestral, pero la actualizaron con un método más nuevo: hacer justicia por mano propia es producto de la ausencia y deserción del Estado moderno.
El mantenimiento de la práctica del linchamiento, y en muchos casos su acentuación, revela la incapacidad o ausencia de voluntad de las autoridades de varias administraciones para detener la violencia en el país.
De alguna forma, el Estado mató durante las guerras, volvió a matar durante la recuperación democrática, cuando se ausentó para normar la vida y aplicar la ley, y vuelve a matar ahora, cuando en Guatemala continúan los linchamientos y la Justicia tarda y en sancionar.
Los datos recogidos por Prensa Libre, al cruzar el registro de riñas tumultuosas de la Procuraduría de Derechos Humanos, el informe de Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi) y publicaciones de la época, demuestran que donde hubo más presencia y organización militar persisten las prácticas violentas sin control del Estado. En el caso de San Juan Sacatepéquez, Guatemala, aunque no registra masacres durante el período de la guerra, su cercanía con Quiché fue aprovechada por grupos que migraron, huyendo de la guerra.
Las causas de la muerte
Alta Verapaz con 178 linchamientos y Huehuetenango con 191 son los departamentos con mayor cantidad de casos de linchamientos y muertos. Ambas, junto con Quiché fueron las áreas donde más represión hubo durante la guerra y luego de ella también se constituyeron en territorios de conflicto, fuerte organización comunitaria, pobreza y carencia de servicios básicos.
En estos territorios, el Ejército ejecutó las masacres de la base militar 21, Estrella Polar, y Quiquil, entre otras, donde alrededor de mil personas fueron asesinadas entre 1982 y 1984. Tanto en Alta Verapaz como en Huehuetenango, la guerrilla fue barrida con operaciones militares implementadas, según el Ministerio Público, bajo una política de tierra arrasada y la ejecución de planes como Sofía y Victoria 82, que iban dirigidos a eliminar a las comunidades que, supuestamente, ayudaban a la guerrilla.
No es coincidencia que el altiplano concentrase en estos años la mayor cantidad de linchamientos. Según Óscar Manuel Castellanos Martínez, sociólogo de lo urbano, los crímenes presentes en esos municipios tienen “fuertes vínculos” con grupos exparamilitares que “han resistido al tiempo y no fueron desarticulados en su totalidad”.
“Donde hubo presencia de paramilitares y ofensiva contrainsurgente y tierra arrasada reinó la ley del más fuerte, las ejecuciones extrajudiciales estaban a la orden del día” dice Castellanos Martínez. “Allí en dónde quedaron feudos, en esos municipios, los comisionados militares y exparamilitares continuaron actuando con impunidad”.
En 1988 Prensa Libre publicó el linchamiento de 2 personas a manos de un grupo, liderado por un comisionado militar. En 1980, el inicio del período más sangriento de la guerra, también se registró el linchamiento de varios dos personas en Huehuetenango, esta vez fueron pobladores que rechazaban el reclutamiento forzado, las víctimas eran comisionados militares.
El sociólogo Luis Mack, investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y profesor de la Universidad de San Carlos, dice que, durante la guerra, las poblaciones del altiplano organizaron estructuras como las Patrullas de Autodefensa Civil que luego mutaron a comités de vecinos o de seguridad, con la misma lógica de organización, donde un grupo de no más de tres personas decide cómo resolver los problemas de la comunidad e imparte justicia, según su criterio.
De hecho, en San Juan Sacatepéquez, Guatemala, el municipio con más linchamientos del departamento, un comité de vigilancia se convirtió poco a poco en un grupo de represión y autoridad paralela al Estado, obligando a las personas a prestar patrullajes “voluntarios” cada semana o pagar una cuota por el servicio. El comité además impuso reglas de convivencia y decidió qué tipo de justicia aplicaría a quien se señalase de algún ilícito.
El grupo, de acuerdo a publicaciones de Prensa Libre, restringe el horario para salir a la calle, así como quién entra y sale de su jurisdicción. El pasado 1 de marzo de 2017, un grupo de “seguridad ciudadana” de San Juan Sacatepéquez, incluso, vapuleó a tres oficiales del ejército que, en su día de descanso, ingerían bebidas alcohólicas en la vía pública.
“Puede haber relación porque los lugares donde se estableció el conflicto era donde había más pobreza y eran los más olvidados por las instituciones del Estado”, dice Mack.
Los departamentos donde más linchamientos se reportan, con excepción de Guatemala, también concentran condiciones precarias de vida. En Huehuetenango, de acuerdo al último Índice de Desarrollo Humano, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 8 de cada 10 habitantes viven en pobreza y en promedio solo van cuatro años a la escuela, mientras que en Alta Verapaz, son 9 de cada 10 quienes están en pobreza y la escolaridad se limita a cuatro años.
No es por cultura
La práctica de linchamientos ha sido reportada desde 1970. Registros de Prensa Libre desde 1970 hasta finales de 1980 muestran que en departamentos como Chimaltenango, Quiché y Alta Verapaz era común. Por años, se extendió la creencia de que los linchamientos eran prácticas propias de las culturas precolombinas, pero la investigación de Prensa Libre no ha hallado ninguna correlación directa entre los asesinatos y crímenes de las turbas y las etnias indígenas del país.
El departamento de Guatemala es la prueba definitiva de que los linchamientos no obedecen a cuestiones étnicas: con 338 casos, casi el mismo número que Huehuetenango y Alta Verapaz combinados, es la jurisdicción con más linchamientos totales entre 2005 y abril de 2017. De acuerdo a los datos cruzados por Prensa Libre, departamentos como Santa Rosa también registran hasta nueve muertos en el último año, un lugar con el 97 por ciento de población ladina.
Según los registros, 90 personas han sido asesinadas y otras 390 heridas en linchamientos, en su mayoría en San Juan Sacatepéquez, donde la población está organizada en un comité de seguridad fuera del control de la Policía Nacional Civil (PNC). Otros hechos, ocurridos en Villa Nueva, Mixco y las zonas 1, 2, 7, 9, 10, 12 y 18 de la capital son menos recurrentes y aislados.
El departamento de Guatemala, y específicamente San Juan Sacatepéquez, es un caso especial. El departamento de Guatemala tiene la menor proporción de población indígena per cápita del país y, con la capital como epicentro, es la región menos desvalida –la pobreza a indigencia alcanza a 30 por ciento de sus habitantes— , y tiene el mayor acceso a servicios de justicia y seguridad. Pero, excluida la capital, los indicadores asemejan al departamento a otras jurisdicciones. En San Juan Sacatepéquez 5 de cada 10 habitantes viven en la pobreza o pobreza extrema.
Según Mack, los linchamientos en San Juan Sacatepéquez se explican en la migración interna de los 80 y serían ejecutados por actores ajenos a las comunidades. El sociólogo dice que durante la guerra y después de ella, familias completas migraron a otros departamentos huyendo de la represión o en busca de nuevas oportunidades de vida. Muchos de ellos se radicaron en áreas específicas de la capital o municipios cercanos.
Villa Nueva y Mixco, los dos municipios más poblados de la jurisdicción, fueron poblados por víctimas de la guerra que migraron a la capital, en busca de trabajo. Actualmente ambos lugares enfrentan serios problemas de violencia y pobreza, con fuerte presencia de pandillas que coordinan extorsiones y sicariato.
En Mixco también hay presencia militar a través de un destacamento que ofrece seguridad civil, Villa Nueva tuvo un programa de seguridad militar similar, sustituido por patrullajes conjuntos con la Policía Nacional Civil.
Ausencia de Estado
La gravedad de la situación es tal que el propio Estado reconoce que los crímenes suceden por su incapacidad para actuar en beneficio de la población. A inicios de abril de 2017, el procurador de los Derechos Humanos, Jorge De León, dijo a Prensa Libre que los linchamientos ocurren, precisamente, porque “hay ausencia del Estado, falta de justicia, desesperanza y frustración de la población, pero no se pueden considerar una práctica legítima”.
El Procurador coincide en que los linchamientos no son una acción ligada a razones culturales o exclusivas de poblaciones indígenas, las razones que motivan los linchamientos pueden ser las mismas pero van más allá de la etnia.
De León destaca como ejemplo a Totonicapán y su organización comunitaria en 48 cantones, un área en el altiplano del país que no registró masacres durante los años de la guerra.
“Grupos de pobladores hacen lo que el Estado no hace, imparten justicia, construyen carreteras, abastecen de agua”, dice. “Su organización es envidiable y da como resultado una comunidad armoniosa”.
En efecto, Totonicapán es el departamento con mayor población indígena del país –98 por ciento de sus habitantes pertenecen a las etnias k’iche’, pero, con 68 casos totales, registran menos linchamientos que cualquier otro departamento del país.
Otros departamentos con un bajo registro de casos de linchamientos son Zacapa, El Progreso y Jutiapa, áreas del oriente que, según la Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi), no sufrieron ninguna masacre relacionada al conflicto armado.
“No es un fenómeno exclusivo de poblaciones indígenas”, dice De León. “Tiene que ver con falta de justicia, desesperanza y frustración porque la justicia no llega. Hay ausencia del Estado”.