Con 16 años peleó por la revolución en las montañas de Nicaragua. Allí vio morir compañeros y perdió una pierna por un proyectil RPG-7. Pero nada es comparable. No hay un día que Álvaro no haya llorado desde que mataron a su hijo el pasado 21 de abril.
por Maria Andrea Dominguez Velasco10 julio, 2018 - 15:50 PM
Sentado en la sala de su humilde casa en el barrio de Monimbó, en la ciudad rebelde de Masaya, Álvaro Gómez revive traumas heredados de las guerras civiles de los años 1970 y 1980, igual que muchos nicaragüenses en la ola de violencia que deja más de 250 muertos en casi tres meses.Su hijo, de 23 años y llamado como él, trabajaba en una fábrica y estudiaba finanzas. Murió en una barricada en Monimbó, tres días después de estallar las protestas contra una reforma al seguro social, que derivaron en el reclamo de la salida del poder del presidente Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo.
“Cuentan que lo agarraron, lo golpearon y le pegaron un balazo en el pecho. Lo arrastraron ya muerto. Fueron policías. Cuando me avisaron, no me impacté porque pensaba que mi hijo estaba trabajando. Fui a ver a la morgue: Era él”, relata a la AFP con la voz entrecortada.
Hace calor. Sudor y lágrimas bajan por su rostro indígena y el silencio domina por momentos la estancia. Clavada en la pared hay una pizarra con operaciones de cálculo de raíz cuadrada, que este profesor de física matemática, de 48 años, enseña a resolver a jóvenes del barrio.
“Hay mucho miedo de que la historia se esté repitiendo. Es desesperanzador. La población presenta expresiones de miedo relacionados al peligro actual, pero también a volver a la situación que tanto trauma provocó en el tiempo de la guerra”, explicó a la AFP la sicóloga Adriana Trillos.
“Sandinista, no danielista”
El ‘profe’ tenía nueve años cuando triunfó en 1979 la insurrección popular que, comandada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN, izquierda), derrocó al dictador Anastasio Somoza. En la década de 1980, durante la que gobernó Ortega, peleó en la guerra entre sandinistas y contrarrevolucionarios.
“La familia Ortega-Murillo está haciendo lo mismo que Somoza. Siento coraje porque luchamos por la revolución y mandan a matar a los hijos y a los nietos de quienes llevamos a Daniel al poder en 1979 y luego peleamos por mantenerlo ahí”, manifestó.
Paramilitares y antimotines del gobierno, apoyados por francotiradores, han creado pánico en ciudades y pueblos, adonde llegan fuertemente armados y encapuchados a desmontar barricadas, que según el gobierno las levantaron “golpistas” y “delincuentes”.
Monimbó, símbolo de la resistencia sandinista y hoy levantado contra Ortega, aún tiene muchas barricadas y está prácticamente sitiado. “Se cierran trincheras a partir de las 6 p.m.”, se lee en un papel colocado por los manifestantes -también encapuchados- en una barricada cerca de la casa del profesor.
“Soy lisiado de guerra, y me siento inútil. Desde la muerte de mi hijo siento impotencia y coraje de ver tantas muertes y no poder hacer nada en esta guerra desigual. Ellos (las fuerzas de Ortega) andan con armas; los jóvenes, piedras y morteros”, manifestó el profesor, quien dice seguir siendo sandinista pero “no danielista y mucho menos murillista”.
Sueños y recuerdos
En Monimbó muchos sienten volver al pasado. Ángela Alemán, de 69 años, dice que su madre fue baleada y tuvo varios familiares presos y torturados por Somoza en la guerra. “Hoy vivo con angustia porque mis hijos van a las trincheras”, aseguró.
Según la sicóloga, regresaron los temores a “las desapariciones, los encarcelamientos arbitrarios, las torturas, a que los hijos desparezcan y reaparezcan pero muertos”.
La sociedad nicaragüense, dice Trillos, tiene “síntomas claros de un estrés postraumático” que no fue tratado después de las guerras, como son la evasión, el insomnio, las pesadillas, la hipersensibilidad y un miedo que ha provocado incluso “un éxodo” en los últimas semanas.
Al profesor le atormentan los sueños y los recuerdos. “Yo soñé con mi hijo: lo miré trabajando, lo miré estudiando, yo lo quería ver un hombre casado, con familia, pero este gobierno…”, dice sin poder concluir, consumido por el dolor.
Se ve llamándolo por teléfono, platicando y escuchándolo, visitándolo a la casa donde vivía -a unos 200 metros de la suya- o caminando juntos -él con alguna dificultad- por las calles adoquinadas del siempre aguerrido barrio Monimbó.