La traición se había consumado. El rey estaba en su estudio, solo, sentado en su sillón incrustado en oro. Por última vez, vez se levantó y vio las nubes espesas descender con la tarde por las laderas del Gorro del Obispo.
Los pocos ayudantes que todavía le eran fieles lo habían llevado hasta allí, a la cumbre imponente de su reino: la Ciudadela de Laferrière, la fortaleza que mandó construir para sí mismo en la cima de una montaña y que sigue siendo todavía la mayor construida jamás en Occidente.
Abajo, en el otro lado de Cabo Haitiano, donde vivía la plebe del Reino de Haití, la rebelión se extendía al toque de tambores y conjuros.
Las guarniciones militares, los pobladores y hasta sus mismísimos generales conspiraban desde hacía tiempo contra él, “el primer monarca coronado del Nuevo Mundo”, ya enclenque y enfermizo, rengo desde un derrame que tuvo unos meses atrás.
Ese día, el 8 de octubre de 1820, había pedido que lo bañaran y que le acicalaran con su bicornio y su uniforme militar más lujoso, entorchado de grados y los símbolos sagrados de su realeza.
Cuando los sirvientes salieron del estudio, caminó otra vez con pasos taciturnos hacia su escritorio, abrió sin vacilar la gaveta y tomó entre sus manos la pistola nacarada, cargada con una bala de plata.
El estruendo de la pólvora hizo volar las palomas del tejado y remeció en un eco sordo los arcos y las cisternas de la piedra de la fortaleza inexpugnable, construida para almacenar agua y comida para la resistencia de un regimiento de hasta 5.000 hombres por un año.
Cuando los sirvientes entraron corriendo al estudio un pequeño hilo de humo blanco salía aún del cañón de la pistola tibia.
Enrique I, el “destructor de la tiranía”, el “regenerador y benefactor de la nación haitiana”, “el creador de sus instituciones morales, públicas y bélicas”, el exesclavo que luchó contra Francia y terminó coronándose rey, yacía en el suelo, envuelto en un charco oscuro de sangre.
El suicidio de Henri Christophe, del que se cumplen ahora 201 años, llevó a una de las mayores revueltas -y reconfiguraciones políticas- que dieron lugar a lo que es actualmente Haití.
El país, por entonces, se encontraba dividido en dos: una república en el sur, gobernada por Alexandre Pétion y una monarquía en el norte, regida por Christophe.
Pero pocos días después de su muerte, la república ahogaría el segundo intento de crear una realeza en el continente americano (antes lo había intentado Jean-Jacques Dessalines, también en Haití) y tomaría los últimos reductos del “poder imperial”.
El singular reinado de Christophe había comenzado casi una década antes, en 1811: él mismo se nombró monarca y declaró en su honor ocho días de fiestas y bailes por su coronación.
El rey de Haití, no era, sin embargo, haitiano de nacimiento. Se cree que nació el 6 octubre 1767 en una isla del Caribe que unos dicen que fue San Cristóbal y otros que Granada.
El joven esclavo llegó a la colonia de Saint-Domingue, donde compró su libertad y, en 1791, se sumó a la insurrección contra el poder francés.
Pero el soldado que se cree que combatió en una batalla de la guerra de independencia de Estados Unidos y que fue uno de los generales del Toussaint-Louverture durante la Revolución haitiana, terminó teniendo sus propios esclavos y construyendo uno de los reinos más fastuosos, despóticos e inusuales de los pocos que hubo en el continente americano.
Se hizo llamar Enrique I, mandó a erigir seis castillos, ocho palacios y la Ciudadela Laferrière, que es todavía una de las construcciones más imponentes del siglo XIX en el hemisferio (costó 15 años, 20.000 obreros y 2.000 vidas para construirla y se dice que en su edificación se mezclaba el cemento con cal viva, melazas, y sangre de vacas) para hacer más fuerte la unión entre los bloques.
Creó una moneda propia con su efigie coronada de olivo al estilo César, llamó la capital de su reino Cabo Enrique, se hizo seguir por una nobleza propia para la que nombró a cuatro príncipes, ocho duques, 14 caballeros, 22 condes, 37 barones y se autonombró Soberano Gran Maestre (y fundador) de la Real y Militar Orden de San Enrique.
Promovió, también, un insólito sistema de educación, uno de los más abarcadores que existió durante la primera mitad del siglo XIX en América Latina, y estableció un código legal, con su nombre, que regía casi todos los aspectos de la vida del reino.
Pero promovió también un sistema de trabajo forzado -casi esclavo- e impuso condiciones de vidas, normas y regulaciones a los campesinos que en pocos años lo volvieron un líder sumamente impopular.
El rey se fue quedando solo y aislado en su palacio y un derrame cerebral en agosto de 1820 lo dejó hemipléjico y resabioso, una sombra de sí mismo, aunque solo tenía 53 años.
No hubo ritos ni misas en el Reino de Haití por la muerte de su rey.
El cadáver de Christophe fue bajado con sigilo por unos sirvientes a las entrañas de la Citadelle ese mismo 8 de octubre, mientras que Cabo Haitiano ardía en revueltas.
Le cortaron un dedo, que la reina guardó como reliquia –y se cree que se llevó consigo a su exilio en Italia– y se apresuraron a darle una inusual sepultura en el reino de este mundo.
Hundieron su cuerpo en la argamasa que habían preparado en un hoyo en la base de la fortaleza para que nadie, nunca, pudiera profanar su cadáver.
El rey de Haití se hundió lentamente y, poco a poco, se volvió piedra. Se hizo uno con su Ciudadela, el sueño megalómano de su imperio, la mole oscura que pese a los tiempos y los terremotos, todavía vela sobre Cabo Haitiano desde la montaña del Gorro del Obispo.