Mitos y realidades sobre el fomento del hábito lector de niños y jóvenes
En plenas vacaciones, si bien este año se presentan ciertamente alejadas de la normalidad a la que estábamos acostumbrados, surge la eterna pregunta: ¿cómo lograr que los niños lean?
Como buen dilema imperecedero (y estimulante), no tiene una respuesta clara, pero sí hay espacio para la reflexión en torno a cuestiones fundamentales que pueden servir como orientación.
La literatura como parte de un entramado cultural
La literatura contribuye a construir ese intertexto social y cultural, ese sistema de referencias, de anclajes, con el que podemos sentirnos identificados, o no, pero que nos sirve para enfrentarnos al mundo, para entenderlo, para cuestionarlo y para ponerlo en relación.
Pero ¿acaso la literatura está sola en esa labor? Cine, teatro, fotografía, música, ilustración… la lista de ingredientes que conforman la cultura es inabarcable en estas líneas. A veces olvidamos ese abanico de posibilidades cuando queremos que los niños lean y amplíen su horizonte.
Se trata de ofrecer diferentes oportunidades de entrar en contacto con la cultura, con las humanidades, con aquello que permite a niños y jóvenes ir construyendo y desarrollando su propio sistema de referencias que les ayude a entender, apreciar y observar críticamente las relaciones entre creaciones artísticas, sucesos históricos, comportamientos humanos, etc.
Nadie parece preguntarse –por suerte– cuántas películas, cuántas obras teatrales o cuántas piezas de música son necesarias, pero curiosamente es constante la duda sobre la cantidad de libros que un niño debería leer según su edad.
Bibliotecas y librerías, caldo de cultivo de lectores
Las librerías especializadas, así como las secciones infantiles y juveniles de las bibliotecas, son espacios gestionados y dirigidos por profesionales que suelen tener un gran interés y un profundo conocimiento del campo. Convertir las visitas a estos lugares en una rutina, con la frecuencia que cada uno sea capaz, tendrá seguramente un impacto muy positivo en el desarrollo del hábito lector.
Observar a otros niños y jóvenes conversar con libreros y bibliotecarios y tener la posibilidad de hojear todo tipo de libros para seleccionar el próximo encuentro literario pueden ser grandes incitadores a la lectura.
Reflexiones sobre la selección
En el campo de la literatura infantil y juvenil a menudo tratamos de establecer categorías que permitan descifrar qué puede y debe –¡hasta quiere!– leer un niño según la edad que tenga.
La concepción de un lector homogéneo con gustos y capacidades comunes es otro de los tropiezos que se cometen a menudo y que llevan a establecer a veces límites invisibles pero irrebatibles. Al respecto, la mejor recomendación podría ser variedad y confianza.
Variedad para ofrecer al niño una diversidad de géneros, formatos, soportes y estilos que le permita descubrir qué le gusta y qué no, qué le apetece en cada momento y cómo decide relacionarse con cada obra. Y confianza en la capacidad interpretativa y creadora del lector en su encuentro con la obra.
Aunque el sistema de referencias no coincida con el del adulto y, por tanto, la lectura pueda ir por caminos diferentes, eso no significa que no haya habido una comprensión, una elaboración crítica y creativa del lenguaje poético empleado.
Hay numerosas investigaciones sobre la capacidad de jóvenes lectores para interpretar códigos textuales y visuales, así como su interrelación (siendo la de Arizpe y Styles quizás la más conocida) y sobre la valiosa labor que hacen las obras que se toman en serio al lector infantil y le plantean cierto grado de complejidad (imprescindible How Text Teach What Readers Learn, de Margaret Meek).
Leer por leer
La literatura infantil y juvenil está estrechamente ligada al aprendizaje; no termina de lograr separarse de esa obligatoriedad de enseñar algo, de educar en emociones, valores o contenidos concretos y deseables. Ese es uno de sus principales enemigos.
Cuando un adulto termina un libro, no suele tener que proclamar después qué ha entendido, qué es lo que más le ha gustado o qué opina al respecto. Esas conversaciones surgen a menudo entre lectores amigos, entre compañeros que intercambian obras como quien presta un tesoro; pero no pueden ser forzadas y, sobre todo, no podemos pretender que surjan siempre (muy recomendables las reflexiones de Daniel Pennac en Como una novela).
Es fundamental dejar a niños y jóvenes el espacio y el tiempo de leer por leer, de leer con la tranquilidad de que no vendrán después preguntas de comprensión o de reflexión si no tienen el ánimo para ello.
No es una cuestión de abandonar al joven lector a su suerte, sino de respetar también el silencio, el encuentro íntimo con el libro. Lara Meana, especialista en literatura infantil, cerraba su charla en el Fórum organizado en 2018 por la Asociación Álbum con una frase que parecía buscar destruir para construir: “Leer no sirve para nada”.
Como mediadores tenemos que asumir y entender que el hecho de no hablar de un libro, de no analizarlo, no significa que los jóvenes lectores no hayan aprendido nada con él. Sin embargo, tratar de sacarle un jugo curricular o moralista a toda obra que caiga en manos de los niños puede provocar, con gran seguridad, que la literatura no sea una puerta a otros mundos sino una tarea más que acabar antes de poder jugar.
Cómo conversar a partir de los libros
Además de estar preparados para aceptar el silencio en torno a una obra, también son necesarias herramientas para participar en la conversación cuando esta surja. Se trata de participar, no siempre de guiar y dirigir.
Una buena obra literaria plantea infinidad de lecturas que tenemos que estar dispuestos a explorar, comentar y escuchar sin tener en mente el mensaje que, como adultos, podemos ver como evidente. También en esta línea hay mucha investigación al respecto y cabría destacar el trabajo de Aidan Chambers en su obra Dime. Los niños, la lectura y la conversación, o de Ellen Duthie en prácticamente todos sus proyectos.
Se trata de no buscar la respuesta correcta (porque no existe) y de asumir la incertidumbre de conversaciones que pueden irse por derroteros no previstos por el mediador. Hay que percibir la obra como un punto de partida para hablar, para pensar en voz alta, para compartir y, principalmente, para llegar a lugares que pueden no tener nada que ver con el inicio del camino. Eso es la literatura y así habría que entenderla en el encuentro con el joven lector.
Marta Larragueta Arribas, Profesora Doctora en la Facultad de Educación, Universidad Camilo José Cela, Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.