Cada tanto, Manary Figueroa sueña con la violación que dice haber sufrido a manos de unos soldados cuando tenía 5 años. Pero casi todas las noches su cerebro revive también los eventos posteriores al abuso sexual.
“Me sueño con nuevos escenarios, qué pasaría si me llaman a hablar con el ejército, qué si me llevan al batallón, qué si me encuentro con los violadores”, dice la periodista de 30 años.
Figueroa ha sido diagnosticada con depresión aguda; sufre crisis de pánico, le da cistitis con frecuencia y le entran ataques de ansiedad “inexplicables”.
Pero, en entrevista con BBC Mundo vía Skype, la santandereana atribuye sus problemas no solo a la violación en sí, sino, sobre todo, a la manera en que el Estado y la sociedad convirtieron el suceso en un tormento adicional para el resto de su vida.
“A mí el Estado no solo me violó, sino que me condenó por eso durante 25 años. Me dejó sin armas para defenderme. Me excluyó. No me dio herramientas para tener una vida digna, para luchar contra la depresión“, explica.
Figueroa decidió dar a conocer su caso la semana pasada, cuando una ola de denuncias sobre violaciones por militares generó conmoción entre los colombianos y puso a las Fuerzas Armadas, ya cuestionadas por escándalos de corrupción y abuso de poder, contra las cuerdas.
En un comunicado a BBC Mundo el ejército manifestó lamentar “los hechos que hemos conocido, su relato es doloroso”, pero no se refirió a las acusaciones concretas.
El miércoles, el comandante Eduardo Zapateiro informó que la institución investiga 118 casos de abuso sexual en los últimos cuatro años y anunció medidas de capacitación y control para evitarlos y prometió llegar “hasta las últimas consecuencias” en la lucha contra una conducta ilegal que, según él, no es sistemática en el ejército.
De los 118 militares involucrados, 104 han sido retirados de sus cargos.
El abuso sexual contra mujeres ha sido una de las armas que tanto los militares como las guerrillas y paramilitares han utilizado en el conflicto que protagonizan hace 60 años.
Según datos de la Fiscalía, solo entre 2008 y 2015, quizá los años más crueles de la guerra, se registraron 623 casos de abuso sexual, de los cuales 11 arrojaron una sentencia y 30% habrían sido cometido por paramilitares, 18% por guerrillas y 7% por militares, entre otros grupos.
Durante años se habló de los abusos cometidos por grupos ilegales, pero la violación de una niña indígena por siete soldados hace dos semanas abrió por primera vez la puerta para hablar de algo que antes parecía un tema intocable: que funcionarios del Estado, armados para defender al pueblo, también abusaron de niñas y mujeres.
En la madrugada del 29 de enero de 1995, Figueroa, un tío y su madre, Yinérida Hernández, viajaban por una zona rural de Arauca, un departamento en el este del país particularmente afectado por la guerra, como parte de una mudanza.
Según documentos judiciales, dos soldados detuvieron el auto para requisarlo, agredieron al hombre y llevaron a las dos mujeres a una zona forestal donde primero violaron a la madre, que estaba embarazada de 4 meses, y luego a Manary.
Las víctimas, según recuerdan, caminaron hasta el siguiente pueblo, Arauquita, donde fueron atendidas en un centro hospitalario y en una entidad estatal de denuncia, que las mandó al batallón del ejército para que identificaran a los agresores.
Los dos soldados fueron condenados a 2 años de cárcel por el caso de la madre, que en su momento no declaró la violación a su hija al ver que “denunciar se estaba convirtiendo un peor tormento“.
“Primero los doctores no nos creyeron, luego en la Procuraduría continuó el asedio, el cuestionamiento como si nosotros estuviéramos inventando, y después me mandaron a identificar a los agresores al frente de todo un pelotón de hombres armados”, relata Yinerida Hernández.
La madre de Manary está ahora fuera de Colombia, exiliada por amenazas tras sus labores como activista de derechos humanos, una persecución común en Colombia que dejó 250 líderes sociales asesinados en 2019.
Desde el momento en que las violaron, se deduce de las entrevistas con ambas, la lógica de conflicto armado las revictimizó una y otra vez: “Apenas le dije a la enfermera lo que había pasado, ella me cuestionó, me dijo que sonaba como guerrillera, que me cuidara de esas acusaciones“, dice Hernández.
Cuando los dos soldados salieron de la cárcel, dos años después del delito, decenas de amenazas de muerte hicieron que Figueroa y su madre se convirtieran en uno más de los 8 millones de colombianos que se han tenido que desplazar de sus hogares por temor a que los maten.
“El abogado los hizo llevar presos, pero eso fue peor, porque además de que eso nos hizo desplazarnos, nos quitó el 60% de las indemnizaciones, nos presionó para que dijéramos mentiras, nunca nos creyó nada”, señala YinéridaHernández, quien le ocultó a su hija la violación hasta que “sus preguntas y sus primeras relaciones sexuales lo hicieron imposible”.
Cuando Manary empezó a buscar explicaciones a sus traumas, decidió denunciar su caso ante las autoridades, “pero en varias entidades de la justicia me rechazaron el caso porque decían que solo recibían denuncias de abuso por parte de la guerrilla y de los paras“, recuenta.
Durante la guerra, cuestionar al ejército solía ser visto como un gesto de complicidad con las guerrillas. “Denunciar una violación era un acto de rebeldía contra la patria“, indica Hernández.
Pero desde la desmovilización de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016, esa suerte de tabú se ha ido desvaneciendo hasta dar con olas de denuncias como la actual, que, para muchos colombianos, demuestran la “sistematicidad de los abusos sexuales” en el ejército.
Su hija señala, por su parte, que “lo que es sistemático no son las violaciones, sino la manera de utilizar un poder, un arma y una dotación que te da el Estado para hacer lo que quieras y quedar impune”.
“Usted acá puede matar al que quiera y no le pasa nada si dice que (al que mató) era un guerrillero”, añade.
Organizaciones especializadas han detallado cómo en la lógica del conflicto las mujeres del enemigo eran violadas como quien lanza una granada: para dar un golpe en el núcleo social que cada uno de los grupos armados construye como forma de vida.
Pero también hay un elemento disuasivo, explica su madre, Yinérida Hernández, que ha dedicado su vida a recibir denuncias de víctimas de acoso: “Al ejército y a las guerrillas les sirven los abusos, porque así la mujer que decida rebelarse lo va a pensar dos veces, porque sabe a qué se tiene que someter: a que la violen, a que le quiten sus hijos o a tener hijos de gente que no conoce”.
Detrás de los abusos, concluye Hernández, hay algo más que una sociedad machista que no cuenta con sistemas de judicialización eficientes: “No fueron solo dos soldados, sino un país en conflicto el que tocó mis partes íntimas“.