Tibú es uno de los poblados colombianos ubicados cerca de la frontera con Venezuela, en un área donde la producción de cocaína ha tenido un nuevo auge.
La gente no exagera cuando dice que “la policía vive como en una cárcel” en Tibú, un municipio en la frontera colombiana con Venezuela.
Los oficiales acá no pueden ir a un restaurante en sus días de descanso, algunos comercios los tienen vedados para comprar alimentos y si sus familias los visitan, son también atacadas, amenazadas y, en algunos casos, asesinadas.
Las comisarías están protegidas con mallas y sacos de arena cual búnker de guerra, tienen las ventanas selladas con cemento o ladrillos y en sus paredes húmedas y descascaradas destacan los balazos de recientes tiroteos.
Confinados, los uniformados pasan sus días custodiando la base desde pequeños agujeros panópticos. Anhelan salir de una zona a la que, según conocedores de la lógica policial, solo pudieron haber sido asignados producto de un castigo.
“Esto es un infierno, no podemos salir”, dice un oficial. “Esto es crónica de una muerte anunciada“, señala otro. Y uno más: “Para mí la prioridad acá es acabar con el periodo que me asignaron y, claro, salir vivo de esto”.
Tibú es la puerta de entrada al Catatumbo, una vasta región de selvas, montañas y humedales que comparten Colombia y Venezuela donde la producción de cocaína goza de un nuevo auge y los grupos armados se han fragmentado y proliferado.
Hace un mes, el asesinato de dos jóvenes venezolanos que fueron encontrados robando pantalones puso el foco nacional en este municipio de 40.000 habitantes.
El miedo que se vivió acá en el peor momento de la guerra, los años 90, parece resurgir a medida que el narcotráfico se reinventa y la paz firmada por el Estado y la guerrilla en 2016 muestra sus grietas.
En su recorrido por la zona, BBC Mundo habló en condición de anonimato con varios policías, pero una conversación oficial con el comandante a cargo no pudo ser concretada pese a varios intentos.
En las calles que rodean la estación de Tibú solía haber comercios, restaurantes y una pequeña zona de tolerancia donde prostíbulos y bailaderos animaban la noche.
Pero con el asedio sobre las autoridades, que ha dejado nueve oficiales muertos en 2021, estas calles se despoblaron, la maleza de sus aceras se creció y los comercios con mercancía adentro fueron saqueados.
“Todo lo que huela a tombo (policía) es y debe ser evitado“, dice una vecina del sector que dejó su casa y su comercio, y migró a otra ciudad.
Otro vecino, cuya identidad es reservada por seguridad, asegura haber sido amenazado por sus lazos familiares con policías. Le dieron un ultimátum, vendió lo que pudo y, con la ayuda de la comunidad, se fue.
Ahora, desde lejos, intenta arrendar el espacio frente a la estación, pero “esa casa ahora vale nada”, dice entre risas.
“Nos dijeron: ‘Si no desocupan, que caiga quien caiga porque nosotros vamos a bombardear la estación'”, añade.
Los policías dentro de la estación se sienten en la primera línea de una guerra, pero con la protección y las armas de una estación secundaria: “Acá tiene que haber un distrito especial, una estación que pueda gobernar y hacer Estado, porque así es muy difícil”, reclaman.
“Tenemos que renovar las instalaciones y dotarnos de todas las fuerzas especiales del Estado, pero claro, eso es muy costoso”.
Le pregunto al uniformado cómo se explica esto en un país que gasta en Defensa más que cualquier otro en América Latina, y responde con un silencio incómodo, abre las manos en señal de excusa y concluye: “No sé, la verdad, no tengo explicación para eso”.
Una pequeña remodelación está en curso en una parte del edificio, pero los obreros y los materiales de construcción debieron ser traídos de otra región del país porque cualquier local que se involucre con la policía corre un riesgo.
Ocurre igual con la comida, que deben traer de la ciudad capital más cercana, Cúcuta, y cocinarla ellos mismos.
Las esporádicas salidas de patrullaje solo se hacen en compañía del ejército y bajo la protección de una tanqueta blindada. “No han pasado 15 minutos desde que salimos y ya nos toca volver porque llega una alerta de posible ataque”, explican.
Y por ello acá la policía casi no sale. Fue eso lo que generó indignación nacional en el caso de los jóvenes venezolanos, que inicialmente fueron retenidos por la comunidad; luego llamaron 12 veces a la policía y nada; en su lugar llegaron dos hombres en motos, aparentemente guerrilleros, que se los llevaron y los dejaron muertos, tirados en una carretera, con un cartel sobre el cadáver que decía “por ladrones”.
Y no salen porque, según los oficiales, la mayoría de las denuncias son señuelos, emboscadas para atacarlos.
“Uno acá no puede hacer su trabajo, se siente uno como encarcelado, entre la aburrición y el miedo (…) Mi familia vive con el Credo en la boca”, señala un uniformado.
Josías Buitrago, un veterano profesor en la escuela de La Gabarra, una localidad de Tibú, entona al ritmo de su cuatro una canción para sus estudiantes: “Los niños son los más afectados, los llevan secuestrados a cargar un fusil”, canta.
El maestro acaba de terminar un curso de ética y valores. Tiene puesta una camiseta de fútbol. Sus manos grandes de piel curtida denotan una vida de trabajo en el campo que ha combinado con las aulas.
“El peor momento lo vivimos a partir del 21 de agosto de 1999”, me dice, en referencia a la fecha que llegaron los paramilitares para enfrentar a la guerrilla, y mataron a 36 personas en un solo día.
Pero cuando se fueron los paramilitares, tras un acuerdo de paz en 2006, volvieron las guerrillas. Y ahora que las FARC firmaron su paz, otros “paras” y otros “guerrillos” luchan por el control de la zona.
Nadie sabe quién tiene el poder en el Catatumbo: si las disidencias de la FARC o la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) o los paramilitares de los Rastrojos. Nadie —ni los oficiales ni los alcaldes que hablaron con BBC Mundo— se atreve a decir que la policía o el ejército tienen el control fuera de sus bases.
Desde que las FARC se desmovilizaron hace cinco años estos territorios quedaron huérfanos.
Una ausencia que para Jhon Jairo Jácome, uno de los investigadores que mejor conoce el Catatumbo, es la receta perfecta para la violencia: “Cuando hay un grupo hegemónico se estabiliza el conflicto, porque se imponen horarios, permisos, códigos de conducta, pero cuando un grupo empieza a disputar el territorio, se pierde el sentido del orden y todos empiezan buscar lo mismo: imponerse”.
Buitrago, próximo a empezar un nuevo curso de ética, pone su cuatro a un lado y añade: “Todos nuestros problemas, la deserción escolar, el reclutamiento forzado, son producto de la coca, y yo no sé si usted vio en el camino hacia acá, pero coca… Eso es lo que hay”.
Las Naciones Unidas estiman que en el Catatumbo se produce un tercio de la coca en el país. Bien puede ser el centro de producción de cocaína más grande del mundo. Los cultivos que antes estaban escondidos ahora se ven a pie de carretera, junto a las banderas de la guerrilla y las tiendas de productos para la producción de narcóticos.
Desde la desmovilización de las FARC, la industria cocalera vive un boom de inversiones (la mayoría provenientes de México), la mano de obra se tecnificó y surgieron decenas de grupos armados que intentan controlar un mercado antes monopolizado.
“Literalmente el día que se fueron las FARC ya estaban entrando Los Rastrojos”, cuenta Rubel Quintero, un líder social en La Gabarra que solía ser estudiante de Buitrago. “Y por eso ahora estamos volviendo al terror de los años 90”.
La estación de policía de La Gabarra, un pueblo a 50 kilómetros de Tibú, está al lado de la iglesia, frente a la cancha del pueblo y en medio del parque central. Pero parece un edificio abandonado: las paredes están manchadas por la humedad y casi toda la fachada está forrada con una malla negra que, templada, busca generar la sensación de trinchera y que las granadas reboten.
Adentro, los muros tienen grafitis que celebran la simbología policial; hay una pequeña cancha de fútbol con arcos artesanales, una cocina improvisada y un gimnasio en el que las pesas son baldes de pintura rellenos con cemento seco.
Unos 20 policías duermen acá en habitaciones de un metro cuadrado en las que abundan las goteras y escasea la luz solar. Dedican el tiempo a custodiar su pellejo desde pequeñas casetas, en turnos durante los cuales deben estar “en situación”: con el dedo dentro del gatillo y el fusil en postura de tiro por si surge un altercado.
Las condiciones en las otras estaciones del Catatumbo es casi la misma: en el norte, por ejemplo, la gran amenaza son los francotiradores ubicados en lo alto de la montaña; y en el municipio de Las Mercedes, la Corte Constitucional exigió al Estado trasladar la comisaría a un lugar menos vulnerable, pero el fallo no se ha podido cumplir, entre otras cosas, porque nadie les quiere vender el terreno.
“Esta ensañada contra la fuerza pública tiene que ver con los golpes que el Estado le ha propiciado a la estructura criminal”, dice uno de los uniformados, en referencia a las incautaciones, la erradicación de cultivos y la baja de varios líderes de la guerrilla.
“Es una respuesta al buen trabajo y una muestra de que el acuerdo con las FARC no trajo paz, sino una situación muy adversa para nosotros que nadie está reflejando”, añade.
Pero Rubel Quintero, líder social de La Gabarra, discrepa: “Esta violencia es porque el acuerdo de paz no se cumplió: no llegaron la educación, las vías, la vivienda digna, la libertad sobre las tierras, y entonces la gente tuvo que volver a la coca”.
A la ecuación se añade, según él, la emergencia de un grupo armado, las llamadas disidencias de las FARC, que con la simbología de la vieja guerrilla han reclutado cientos de niños y migrantes venezolanos.
En ese contexto, asegura Quintero, “la policía es un problema más, porque la gente la ve como un enemigo, sobre todo después de que acabaron con todo (en las protestas del Paro Nacional, en mayo)”.
Hay otras víctimas del asedio a la policía: al menos 11 mujeres han sido asesinadas en Tibú este año por sus relaciones con miembros de la fuerza pública.
Y la fiscal que investigaba feminicidios también fue asesinada.
Por las redes sociales han circulado videos editados en los que se señala con nombre, apellido y foto a las parejas de los uniformados al son de canciones famosas que describen la muerte y las torturas ocurridos durante la hegemonía paramilitar.
Pero hay otras consecuencias.
“No tenemos autoridades —dice una mujer de la zona—. Entonces si mi esposo me agrede yo no puedo denunciar porque sería entrar en contacto con el supuesto enemigo”.
La gente del Catatumbo vive entre una autoridad vista como enemigo y grupos armados cuya autoridad deben acatar. Un limbo entre lo legal y lo ilegal que se resuelve aguantando. “No hay de otra”, dicen.