El problema de inmigración por la crisis en Venezuela no mejora y atrae casos como los de Héctor y otros ciudadanos que buscaron escapar de su país.
Hasta hace poco, Héctor Antuare, un venezolano de 45 años, no hubiese podido ubicar el municipio brasileño de Indaiatuba en el mapa.
“Nunca había oído hablar de él”, cuenta.
Pero, el año pasado, salió de su ciudad, Anaco, en el estado venezolano de Anzoátegui, y con ayuda de una brasileña fue a parar al interior del Estado de São Paulo, lugar que hoy es su casa y desde donde espera poder cambiar el destino de la familia que dejó atrás.
Lejos de ser un sueño, para Antuare Brasil era una apuesta a ciegas: el hambre se sentó a su mesa en Venezuela y, de repente, se vio desesperado.
“Tenía dos opciones: Colombia o Brasil, pero había leído malas noticias sobre Colombia”, recuerda.
Así que cogió un autobús para Pacaraima, en el Estado de Roraima, donde un grupo de brasileños atacó el pasado fin de semana un campamento de inmigrantes y refugiados venezolanos, destruyendo sus pertenencias y expulsándolos de la ciudad.
La experiencia de Antuare con los brasileños fue mucho mejor que la de sus compatriotas atacados: conoció a Joyce Simões, que acabó convirtiéndose en una especie de madrina.
Ellalo llevó a Indaiatuba, le paga el alquiler de la casa y hasta le consiguió un empleo:.
Ya no es mecánico de perforación de petróleo, como en Venezuela, sino que ahora lava platos en un restaurante. Algo que le parece estupendo, después de todo lo vivido en los últimos tiempos.
Y Antuare no es el único que recibe la ayuda de Simões. En la casa de cuatro habitaciones en la que vive, también hay otros tres venezolanos. Todos son asistidos por un grupo de vecinas de Indaiatuba que se hacen llamar a sí mismas “Las amigas del bien” y se organizan a través de WhatsApp.
Las mujeres se conmovieron al oír las historias de venezolanos que, desesperados por la crisis económica y política en su país, lo dejaron todo y viajaron a Brasil.
“Queríamos ayudar, pero no sabíamos cómo. Tuvimos una oportunidad y hablamos: ‘¿Lo hacemos? Lo hacemos”, cuenta Simões, rodeada de centenares de ganchos de ropa en la tienda de segunda mano que administra en la ciudad.
Parte del dinero con el que ayuda a los cuatro venezolanos de Indaiatuba sale de este negocio. Otra parte proviene de donaciones de amigos y miembros del grupo de WhatsApp.
“Hablamos con las personas de la ciudad, que nos ayudaron de varias maneras, una donó una cosa, otra encontró una casa, otra consiguió un empleo y así”, afirma.
La ONG Fraternidad Sin Fronteras administra un centro de acogida para 300 refugiados e inmigrantes en Boa Vista, la ciudad brasileña más afectada por la ola migratoria causada por la crisis en Venezuela.
Fue esta entidad la que puso a Simões en contacto con los venezolanos.
Brasil recibe una media de 500 venezolanos cada día. Sin embargo, el domingo pasado ingresaron 800.
El camino brasileño comienza en Pacaraima, en la frontera con Venezuela. Después, llega a Boa Vista. Ahí miles de venezolanos están viviendo en refugios o campamentos improvisados en calles, plazas y carreteras.
Y en Boa Vista, con el número de inmigrantes llegando al 10% de la población, los servicios públicos están saturados.
Filas enormes se acumulan en los puestos de salud y las escuelas están llenas. Hay casi 2.000 venezolanos viviendo en la calle. La situación está generando estrés y conflictos violentos.
En una entrevista con la BBC, la alcaldesa de Boa Vista, Teresa Surita, afirmó que si el gobierno federal no ayuda, la municipalidad “va a perder el control de la ciudad”.
El lunes, el gobierno de Roraima pidió al Tribunal Supremo el cierre de la frontera con Venezuela, algo que no sucedió.
Luis Nelson Baena, de 42 años, es uno de los venezolanos con los que vive Antuare. Natural de El Tigre, también en el Estado de Anzoátegui, viajó a Brasil en septiembre del año pasado.
Dejó en casa a su mujer y sus cuatro hijos. “El salario que ganaba solo alcanzaba para comprar una bolsa de arroz. Comenzamos a pasar hambre”, explica.
Su historia se parece mucho a la de Antuare, cuyo salario en el sector petrolero, que antes le permitía cubrir la salud y la educación de sus tres hijos, de repente no alcanzaba para comprar ni la comida de la semana.
“La situación económica se volvió desesperanzadora, la gente no sabía qué hacer. La manera de fortalecer a la familia fue salir”, afirma.
Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), la inflación en Venezuela puede llegar a 1.000.000% en 2018. El alza constante y acelerada de los precios asfixia a diario a la población y dificulta la reanudación del crecimiento del país, que está sumido en una profunda crisis.
Baena vivió en las calles de Roraima durante un mes. “En Boa Vista, esperaba hasta las 11 de la noche para recoger los restos de comida que una panadería dejaba fuera. Así vivía, amigo”, cuenta sentado en la cocina de su casa en Indaiatuba.
Después, fue cargador de camiones y, bajo el amparo de la organización humanitaria Fraternidad Sin Fronteras, consiguió un pasaje a São Paulo, donde vivió unos días en un albergue.
Así conoció a Simões, que lo llevó al interior, pagó su alquiler y le consiguió un empleo nocturno en un estacionamiento. Hoy, Baena gana US$370 al mes y envía la mayor parte de esta suma a su familia en Venezuela. Pero hace casi un año que no ve a su mujer y sus cuatro hijos.
La familia se comunica a través de mensajes que Baena envía a una vecina de su esposa. “Hasta compré un celular para mi mujer. Lo usó 20 días hasta que se lo robaron.
“Hablamos muy poco”, lamenta. “Mi sueño es traerlos a Brasil“.
Es el mismo sueño de Teoscar Ramón Mata, de 29 años, que dejó a su mujer y sus tres hijos pequeños en El Tigre.
El día de su partida, le pidió a su esposa que lo acompañara hasta la carretera. “Yo no quería vivir aquella despedida, dejar tus raíces atrás es un momento muy triste. Mi familia estaba pasando hambre y yo, de manos atadas. Tenía que hacer algo”, cuenta.
Ahora, Mata vive en Indaiatuba. Trabaja como auxiliar de cocina en un restaurante, un empleo al que también llegó por intermediación de Simões, a quien él llama “madre”.
El ingeniero agrónomo Pedro Onofre, de 46 años, es otro brasileño que decidió ayudar a inmigrantes venezolanos. En mayo, conoció a German, médico y ex capitán del ejército venezolano que contó haber sido perseguido por participar en la oposición al gobierno de Nicolás Maduro.
Vivió casi un año en albergues de Boa Vista hasta que dio con Onofre por indicación de un amigo.
Onofre le prestó a German una casa en Brasilia para que se quedara allí unos meses. Después, le consiguió un empleo como auxiliar de logística en su propia empresa.
“Los inmigrantes y refugiados llegan muy sacudidos por esos procesos que son casi de expulsión del propio país. Con el tiempo, van recuperando la autoestima”, dice.
El ingeniero ayudó al venezolano a llevar a Brasilia a siete miembros de su familia. Ahora, la suegra de German también trabaja en la empresa.
“Él todavía tiene un hijo pequeño que se quedó en Venezuela, pero estamos tratando de traerlo a Brasil también”, cuenta Onofre. “Yo le ayudo porque es una cuestión de ciudadanía, un compromiso de humanidad“.
Los tres venezolanos que conversaron con la BBC en Indaiatuba dijeron haber tenido siempre buenas relaciones con los brasileños. Los conflictos fueron pocos.
Mata cuenta que hace unos meses, en Boa Vista, fue acusado de robo cuando compraba comida en una tienda de comestibles. “La empleada dijo que yo estaba robando, llamé al gerente y pedí que viéramos las cámaras de seguridad. Después de hacerlo, vieron que no había hecho nada”, recuerda.
El ataque de brasileños a venezolanos en Pacaraima del pasado sábado ocurrió después de que un inmigrante fuera acusado de robar y herir a un residente de la ciudad.
“Si un venezolano hace algo mal, usted no puede generalizar y creer que todos los venezolanos son malos. Lo mismo pasa con los brasileños: si uno te trata mal o te ataca, no puedo concluir que todos sean malas personas”, afirma Mata .
Baena hace una reflexión parecida. “Está claro que hay venezolanos que llegaron en Brasil e hicieron cosas malas, pero no por eso se va a atacar a todos. Quienes vinieron a Brasil lo hicieron porque estaban desesperados, pasando necesidades”, dice.
Su “madrina”, Simões, critica la acción de los brasileños en Pacaraima.
“Mira, cuando conocí a los cuatro que vinieron aquí, estaban desesperados por conseguir un empleo. Necesitan ayudar a las familias que dejaron allí. Si cada brasileño, en vez de limitarse a criticar, hiciera algo para ayudarlos, tal vez la situación mejoraría bastante“, opina.
Onofre, que ayuda a inmigrantes en Brasilia, critica lo que llama “sentimiento de intolerancia” por parte de los brasileños.
“Estuve en Boa Vista la semana pasada y percibí que la intolerancia está creciendo mucho. Presencié situaciones de agresión e insultos en lugares con una situación precaria. La gente culpa a los venezolanos de todo lo malo que pasa en la región”, sostiene.
La farmacéutica Ana Lúcia Guimarães, de 49 años, también ayuda financieramente una familia de venezolanos que huyeron de la crisis.
Ella cuenta que se sensibilizó sobre su situación tras ver reportajes sobre refugiados en Europa. “Quedé muy tocada, ¿sabes? Sentí un dolor muy grande y me puse en su lugar. Tener que abandonar su casa, su familia, es algo muy difícil, así que decidí ayudar”, dice.
Voluntaria en Fraternidad Sin Fronteras, Guimarães tenía un galpón vacío en Goiânia, la ciudad donde vive. Con ayuda de amigos, habilitó el espacio para recibir a una familia de venezolanos.
Ella conoció a Yovantza, de 26 años, y a Luis, de 27, en una visita a los albergues de Boa Vista. La pareja tiene tres hijos, pero solo una de las niñas viajó con ellos a Brasil. La farmacéutica pagó el pasaje aéreo de la familia de Roraima a Goiás.
Después, matriculó a la pequeña en una escuela y consiguió empleos para la pareja. Yovantza trabaja en una casa, y Luis, como auxiliar de panadero.
“Ellos llevaban dos años desempleados, incluso pasando necesidades”, cuenta Guimarães. El sueño de estos venezolanos es traer a los dos hijos que se quedaron con la abuela materna.
La farmacéutica brasileña dice que va a ayudar a otras familias de inmigrantes. “Solo estoy esperando que Yovantza y Luis se tengan cierta estabilidad en Goiânia y puedan caminar con sus propios pies. Lo van a conseguir”, dice.