Los platos hacen que el niño, que ve junto a su padre la procesión, cierre los ojos, y la señora que está al lado se espabile y busque otro objeto de atención.
El bamboleo procesional se abre paso en calles y avenidas; cada parada es un espacio para respirar, para poner atención a los detalles del adorno y ese instante de contemplación solo podría ser interrumpido por… ¡Chupeteees!… ¡Algodones! ¡Corbatas en dulce! ¿Le damos las granizadas?
Cada cortejo va precedido, acompañado y seguido por un ejército de vendedores informales, que aprovechan la aglomeración fugaz para agenciarse de algunos ingresos.
Siguen a Jesús
Se adelantan al incienso, caminan aprisa para salir cinco cuadras adelante, tienen cuidado de no pisar las alfombras —por respeto—, pero eso sí ofrecen a voz en cuello sus mercancías.
Édgar Villagrán es uno de ellos. Vende caramelos rojos y verdes; mientras que Tomás García, originario de Totonicapán, carga una estructura en forma de cruz de la que cuelgan algodones de azúcar.
Con ruedas que alguna vez fueron de motocicleta, avanza a velocidad de caminante la carreta llena de coloridas botellas llenas de jarabe dulce que darán sabor al hielo picado de las granizadas. Carlos Choc es el nombre de uno de estos vendedores que acepta posar para la foto y conversar dos minutos.
Jorge Alvarado, un estudiante de ingeniería en sistemas en la Universidad de San Carlos, está listo a partir de cada Miércoles de Ceniza para caminar y vender corbatas dulces con miel. Dice que no le da vergüenza anunciar su producto. “Vergüenza es robar”, manifiesta.
Más adelante, giran sin cesar los rehiletes que vende Luis Oscal, quien además fabrica cucuruchos y centuriones de esponja.
Ellos representan a cientos de personas que no descansan en los días que otros disfrutan de tiempo libre, para darle color, sabor y aroma a la Semana Santa.
Granizadas
Carlos Choc tiene 20 años, nació en la capital, y empezó con la venta de granizadas por motivos familiares. Su papá, Bernardo, es el fundador de Granizadas El Chino, cuenta. “Vendo desde que tenía 15 años”, agrega. En un buen día de calor vende hasta 500 granizadas. Por la ruta de la procesión acarrea un quintal de hielo que cada vez pesa menos. El Chino, como le llaman, siempre está atento al recorrido, para buscar buena ubicación y porque cuando alguien le compra le consulta por dónde pasará el cortejo.
El chupetero
Edgar Villagrán nació el 22 de diciembre de 1956, en la zona 6 de la capital. Es casado y tiene tres hijos. Comenzó a vender chupetes en las procesiones porque un vecino los fabrica y le animó a generar un ingreso extra; el resto del año su oficio es revisar fricciones de frenos.
Comienza el recorrido con 240 chupetes acomodados en la tabla con agujeros; cuando asiste a una procesión, no descansa hasta que le quedan solo unos cuantos y a veces ni uno. Asegura ser católico, aunque está pensando en convertirse evangélico, porque “sólo así podría alejarse de cosas malas”, aunque ya no se sentiría tan bien en la procesión.
Piensa que a los católicos se les da mucha libertad, según dice. Le preocupa la inseguridad y el costo de la vida. “Acá lo matan a uno por un celular, y la libra de frijol ya cuesta Q6”, cita.
A pura corbata
Jorge Alvarado un muchacho de 23 años de edad se gana la vida vendiendo corbatas con miel. Estudia Ingeniería en Sistemas en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Vive en Mixco, y es allí donde su familia tiene por tradición hacer las corbatas con harina, huevo, leche y levadura.
Normalmente lleva un ciento de corbatas para venderlas en un día de procesión; el precio es de Q5 por unidad.
Aunque su producto es dulce, no duda en afirmar que la violencia amarga su realidad. “La inseguridad es muy grande”, asegura.
La labor para Alvarado comienza desde muy temprano y siempre trata de vender rápido las corbatas, para que no se “aguaden”.
¡Algodones!
Tomás Miguel García Caxac tiene 26 años y es originario del cantón Panquix, Totonicapán. Desde 1999 decidió emigrar a Guatemala, aunque sus padres aún viven en su departamento natal. Ha trabajado en muchos oficios, la mayoría informales, que tienen que ver con las ventas. Tiene tres hijos, de 1, 3 y 6 años. Cinco de sus hermanos viven en EE. UU., y de hecho él intentó irse indocumentado, pero al final decidió quedarse. “Es muy peligroso el viaje”, dice. No es católico, pero dice creer en Dios.
Rehiletes
Aunque fabrica los rehiletes que vende, Luis Oscal compra pequeños juguetes para tentar el antojo de algún pequeño durante las procesiones. Cuenta que nació en la zona 3 de la capital, pero hace ya bastante que vive en El Paraíso, zona 18, junto a su familia. No recuerda cuántos años hace que vende sus productos cada Semana Santa, pero ya son décadas. “Es un asunto familiar, mi padre se dedicaba a lo mismo, y desde entonces vendemos durante la Cuaresma”, cuenta. Aunque le va bien, la economía se encarga de diezmar sus ganancias: “El dinero no alcanza”, exclama. Dado que no tiene dinero para un taxi, debe ingeniárselas para meter sus productos y exhibidor en el Transurbano. “No hay de otra, uno debe adaptarse”, puntualiza.