Los cocheros, envueltos en levitones y con sombreros de copa, se encargaban de dar las órdenes a las bestias. En las principales vías empezaban a brillar algunos mecheros de gas, para alumbrar a los transeúntes, aunque ya se empleaba la energía eléctrica en algunos lugares.
¡Zaz! Se escucha un latigazo. Los caballos corren más de prisa, pues en poco tiempo, en el local número 11 del Pasaje Aycinena, el italiano Carlos Valenti Sorie estaba por presentar al público un aparato llamado cinematógrafo, inventado por los hermanos Lumière. Decían que proyectaba imágenes en movimiento. Los curiosos querían comprobar que aquello fuera cierto.
En aquellos tiempos —cuando la capital tenía unos 70 mil habitantes—, la gente se entretenía con paseos por los jardines o las visitas al teatro o restaurantes. Si querían más emoción iban a las corridas de toros. Así que cualquier otra cosa era novedad.
Entrada la noche, Valenti Sorie hizo que el público quedara maravillado. En efecto, lo que se decía en la calle era cierto: el cinematógrafo era un dispositivo de alta tecnología, capaz de reproducir imágenes en movimiento.
Los aplausos resonaron en el recinto. Todo era sonrisas. El “aparato mágico”, junto a las bicicletas, que recién habían llegado al país (1894), eran los inventos del momento.
Un mes después de aquella presentación, vino a Guatemala otro cinematógrafo creado por Edison, también propiedad de Valenti Sorie. El 26 de octubre, el Teatro Colón presentó una película con ese aparato.
Las primeras salas
Cine Valenti se llamó al primer local que existió en Guatemala, inaugurado en 1896. Estaba en la 9a. calle y 9a. avenida del actual Centro Histórico. En ese lugar también funcionaba la barbería de Valenti Sorie, según describe el libro Cien años de cine, de la editorial Óscar de León Palacios.
Las funciones estaban precedidas por presentaciones de payasos y eran amenizadas con marimba.
Carlos C. Haeussler Yela, autor del Diccionario General de Guatemala, narra otra versión de esos inicios, pues dice que fue Emilio, el primogénito de Valenti Sorie, quien introdujo el cine al país en 1896, cuando abrió un estudio y taller de grabado en un salón espacioso conocido como las Cien Puertas, a la vuelta del Portal del Señor, sobre la Sexta Avenida, entre 6a. y 5a. calles.
Este lugar, al caer la noche, se transformaba para permitir que funcionara el Cine Excélsior. Cerca de allí funcionaban varias fresquerías —el puesto preferido por muchos era el de la nía María, La chicharra, donde la gente degustaba frescos de cebada, zarzaparrilla, piña, naranja, chan, súchiles o pulques de fruta—, según describe Mario Alberto Mencos, un ciudadano de aquella época, en mensajes a Pedro Beltranena y que aparecen en el libro: La Guatemala de Ayer, cartas a un amigo.
Una entrada al Excélsior valía tres pesos. En realidad era barato, pues en ese tiempo una entrada al Teatro Colón, donde se hacían presentaciones artísticas, valía 15. “Por eso los sectores populares preferían ir al cine o al circo, que ir a presenciar una función de ópera o de teatro”, refiere Édgar Barillas, historiador del Instituto de Investigaciones Históricas, Antropológicas y Arqueológicas de la Universidad de San Carlos.
De esa cuenta muchas personas iban al cine, tomaban un vaso grande de fresco que valía un real y un pan con salchichón, queso o chile relleno de dos o cuatro reales —un peso era igual a ocho reales—, mucho más barato que la extravagancia de los teatros.
Al cine, en aquella época, le llamaban “vistas”, y también encerraban un halo de misterio y pecado. De hecho, Miguel Ángel Asturias, en su obra El Señor Presidente, da fe de estos espectáculos. Uno de sus fragmentos dice: “Camila había oído hablar de las vistas de movimiento que daban a la vuelta del Portal del Señor, en las Cien Puertas, pero no sabía ni tenía idea de cómo eran. Sin embargo, con lo dicho por su primo, fácil fue imaginárselas entornando los ojos y viendo el mar. Todo en movimiento. Nada estable. Retratos y retratos confundiéndose, revolviéndose, saltando en pedazos para formar una visión fugaz a cada instante, en un estado que no era sólido, ni líquido, ni gaseoso, sino el estado en que la vida está en el mar. El estado luminoso. En las vistas y en el mar”.
Camila era una muchacha de 15 años que pasaba muchas horas frente al espejo, aburriéndose los domingos de tanto ver los retratos del álbum familiar. Por eso quería asistir a una de esas vistas cinematográficas y así ver el mar en movimiento. La joven convenció a su nana para que la llevara a las Cien Puertas, y lo hicieron a escondidas de su padre.
Al llegar al salón, se sorprendieron al observar a tantas personas. Se sentaron cerca de la pantalla y la sala se oscureció. “Camila tuvo la impresión de que estaba jugando al tuero. En la pantalla todo era borroso. Retratos con movimiento de saltamontes. Sombras de personas que al hablar parecía que mascaban, al andar que iban dando saltos y al mover los brazos que se desgonzaban. A Camila se le hizo tan precioso el recuerdo de una vez que se escondió con un muchacho en el cuarto del tragaluz, que se olvidó de las vistas…”.
La joven volvió a la realidad cuando el público se levantó súbitamente y buscó la salida en la oscuridad. Camila y la nana echaron a correr hasta el otro lado de la Plaza de Armas, en el famoso Portal del Comercio.
La pobre Camila no sabía qué había pasado, hasta que se le dijo que en la pantalla había aparecido una mujer con un vestido ceñido al cuerpo y un hombre de bigote y corbata. Los actores, después, empezaron a bailar tango. Ese fue el motivo por el cual la gente salió en precipitada fuga, pues temía la excomunión de la vigilante iglesia Católica.
Cortos nacionales
Poco tiempo después, a un costado de la iglesia de Santa Rosa, en la 10a. avenida de la zona 1, abrió sus puertas el cine Lumière, contemporáneo del Valenti. Allí se exhibían tandas de siete a ocho películas por función, entre ellas Amor de esclava, Aventuras de un ciclista, Metamorfosis o Invasión de los selenitas.
En sus cartas, Mencos describe que aquellos momentos eran alegres y entretenidos, a pesar de las butacas —de esas que llamaban “de Viena”—, pues tenían asientos y respaldos de petatillo, que no proporcionaban comodidad. Luego de ver películas era costumbre ir a comer un helado a la pastelería El Comercio, en la 9a. calle de la zona 1.
Para 1908, el Teatro Variedades —propiedad del empresario español Ramiro Fernández Xatruch— proyectaba tandas de cine mudo. Allí, en 1918, se presentó el primer cortometraje de ficción producido en Guatemala. Se trataba de las piruetas del cómico Fernando Flaquer, quien subía y bajaba de un tranvía tirado por mulas.
En este teatro se ofrecían los “beneficios”, que eran funciones de cine en las que por la compra de una entrada se podían ver varias horas de filmes.
En esa primera década del siglo XX, muchos teatros, entre ellos el Olimpia, dieron funciones de cine.
Parecía que este mercado florecía. Sin embargo, sucedió lo que nadie esperaba: dos terremotos; uno en 1917 y el otro en 1918, que destruyeron prácticamente toda la capital.
Entre ruinas
A los escombros del teatro Colón, empresarios y artistas quisieron darle vida a un nuevo recinto, esta vez con el nombre de teatro Renacimiento. El proyecto no tuvo éxito y todo desapareció. Las cintas producidas en el país también se perdieron.
La industria del cine, sin embargo, cautivaba a los guatemaltecos. Por ejemplo, Daniel Aragón Campos, un mecánico que en 1924 tenía 18 años, obtuvo una medalla de oro por haber construido un aparato cinematográfico. Lo presentó durante la Primera Exposición Obrera de Artes e Industrias. Con este aparato entretuvo a su familia y amigos al proyectar películas de Buster Keaton y Charles Chaplin.
Años antes, en 1919, doña Amelia Solares v. de Sánchez empezó a hacer los trámites para construir un pequeño salón de cine popular, al que llamaría teatro Guatemala, en la esquina de la 12 avenida sur y 14 calle oriente. Su plan era que la sala reuniera las “condiciones favorables y morales” para permitir “la diversión de la gente proletaria”, según consta en documentos que se conservan en el Archivo General de Centroamérica.
“La sencillez, la decencia (sic) y la economía serán con la moralidad, sus fundamentos, proporcionando mayores comodidades y ventajas y mejor clase de diversiones que la de los salones actuales”, inquirió De Sánchez al Gobierno, en uno de esos documentos.
Se supone que el teatro Guatemala era antisísmico. “En realidad estaba hecho de madera y tenía techo de ruberoid, una especie de lona”, explica Barillas. El sencillo recinto incluía localidades de luneta y galerías.
En esos tiempos se popularizaron los filmes de ficción —los testimoniales de los Lumière pasaron de moda—. Max Linder entusiasmaba en la época.Este teatro funcionó por dos o tres años, de acuerdo con las investigaciones de Barillas.
Otros recintos que ofrecían funciones de cine también renacieron de entre los escombros. “El amplio Variedades se engalana para ofrecer al público dentro de muy breve plazo la exhibición de muy buenos rodajes. Al Nueva York se le están haciendo importantes mejoras… Que se espera que el activo empresario Mr. Stikel mande a abrir unas ventanas que se cierren (sic) durante la proyección de películas”, detalla una nota del Diario de Centro América, publicada el 12 de abril de 1919.
En ese mismo diario, el 21 de abril de 1919, se informó que la noche anterior había sido la reinauguración del Teatro Europeo, “en honor al Excelentísimo Señor Doctor Don Manuel Estrada Cabrera, Presidente de la República, y a beneficio del Asilo de Maternidad Joaquina”.
Los anuncios de películas también empezaron a ser frecuentes: “El líder de la gracia, el inimitable Max Linder, aparecerá próximamente en el lienzo del Teatro Principal, en su graciosísima comedia ‘Altas y Bajas’, que por primera vez se proyectará en Guatemala” (DCA, 2 de abril de 1919).
Otro anuncio decía: “Para esta noche, en el Teatro Principal, está anunciada la Conferencia ilustrada que dictará don Óscar Bertholin. Amenizará la proyección de las películas de la guerra europea una orquesta de treinta profesores” (DCA, 2 de abril de 1919).
Para todas las clases
Es la década de 1930. Por ahí, en las calles del centro de la ciudad, un chiquillo camina y escucha el estridente anuncio que viene de un cine ambulante, propiedad de los Ciani —una familia que se paseaba por Quetzaltenango, Suchitepéquez y sitios de la Costa Sur, para ofrecer funciones cinematográficas—.
Ese niño era Carlos Navarrete, hoy un prestigioso antropólogo e historiador. “Nos dábamos el gusto de ver el cine por la noche”, recuerda el profesional, que radica en México. Así, el montón de niños se ponía frente a la pared de la tienda La Suiza, que estaba en la avenida Elena, que no estaba empedrada y mucho menos asfaltada, y allí ponían una sabanota que servía de pantalla.
Mientras se proyectaba la cinta, se repartían muestras de productos para promocionar. De esa forma se financiaba el espectáculo, pues en la calle nadie pagaba admisión. Esta era costumbre de los barrios populares durante la primera mitad del siglo XX.
Se exhibían películas como La isla misteriosa, que forma parte del cine mudo.
Asimismo, en el teatro Palace se presentaban rodajes como El Danubio.
Durante la década de 1940 ya habían películas sonoras (desde 1927), pero en Guatemala la gente seguía divirtiéndose con las proyecciones mudas. Por ejemplo, en la avenida Bolívar, cerca de la cohetería El Culebrón, se habilitó un cine de nombre Lido, el cual se quemó en la segunda mitad de esa década. Allí se proyectaban las películas de Griffith. Una marimba de tres intérpretes ponía la música y recibía mordaces abucheos por parte del público cuando la pieza no coincidía con la trama de la cinta.
Para estar a la vanguardia, el cine Lido empezó a exhibir filmes sonoros. Los domingos, a las 17 horas, quebraba piñatas y repartía dulces para atraer a los niños.
Pancho Basura
En la década de 1960, algunas personas continuaban con sus cines ambulantes. Por ejemplo, en Tiquisate, Escuintla, había una persona a quien llamaban Pancho Basura, quien en el día se dedicaba a recolectar los deshechos de la Compañía Agrícola y por la tarde-noche colocaba en su camión un montón de varas de bambú y grandes mantas blancas.
Cuando Pancho miraba un terreno plano, abría hoyos y colocaba las mantas, formando un recinto rectangular con una abertura cubierta con una cortina que servía de entrada. Al fondo colocaba unos espigados bambúes del cual colgaba un lienzo blanquísimo, de pocas proporciones. Una mesa angosta y muy alta sostenía un proyector de 16 mm, quizá de marca Kalar Víctor. Luego colocaba sobre la vara más alta un autoparlante, a través del cual anunciaba las películas de la noche. Así de sencillo, en pocos minutos, Pancho instalaba su improvisada sala para la clase popular.
Pero también había lugares más glamurosos, como el cine Royal, que quedaba en el centro de Tiquisate. Las funciones eran de noche, aunque también habían matinales los sábados y domingos. Allí se escuchaban las canciones infantiles del intérprete español Joselito, a través de su película Pequeño ruiseñor, o las de Pablito Calvo, en Marcelino Pan y Vino (1954). Eran de los escasos filmes españoles que se veían en Guatemala.
La matiné servía de refugio a los que escapaban del bullicio, y permitía ver alguna comedia musical mexicana de esas que arreglaban un argumento alrededor de alguna canción, como la Feria de San Marcos (1957), con Miguel Aceves Mejía, Pedro Vargas, Ana Bertha Lepe y los cómicos Fernando Soto, Alfonso Iglesias y Agustín Isunza. Venían también las cintas de Clavillazo, Resortes o Viruta y Capulina.
El cine de Pancho no tenía butacas ni sanitarios, tampoco techo. Lo que sí había eran jóvenes con chicotes para desalojar a quienes no pagaban los 10 centavos de la entrada. En el Royal, en cambio, había luneta y galería, pero en realidad era lo mismo, pues solo los separaba una baranda. La gente pagaba más, solo si quería presumir su posición social.
Los rodajes también variaban de acuerdo al tipo de sala. En el Royal se proyectaban los estrenos —con preferencia de Hollywood—, y con Pancho, las “viejitas”.
Nuevas salas
Con el paso del tiempo se abrieron más salas en la capital y en la provincia.
Entre 1940 y 1950 ya estaban los teatros Lux, Palace, Capitol, Variedades y el Rex, donde Libertad Lamarque protagonizaba Besos brujos o se destacaba Lo que el viento se llevó, producida por David O. Selznick, en 1939.
Tiempo después aparecieron salas como Bolívar, Tropical, Fox, Real, Reforma —que representaba el art nouveau, donde se reunía la clase alta de la década de 1970— así como el Tikal, Capri, Colón y Norte.
En la actualidad, solo el Capitol exhibe funciones; los demás son bodegas, parqueos, almacenes de electrodomésticos y otros negocios, así como centros de culto religioso. “La disminución del público se debió a la aparición de la televisión a partir de la década de 1960”, explica Barillas.
Aunque la mayoría de estas salas cerraron —hoy solo conservan sus fachadas—, abrieron otras, que se complementan con otro tipo de entretenimientos. “Hoy, un centro comercial se considera bueno si tiene salas de cine”, resalta Barillas.