Afuera hace 32 grados, afuera está el mar.
BBC NEWS MUNDO
Colombia: cómo los migrantes africanos y asiáticos están transformando uno de los paraísos turísticos sudamericanos
Enfan viste una chaqueta gruesa de piel de cordero y una pantaloneta de algodón, y lleva unas botas pantaneras que le llegan hasta la rodilla.
El mar Caribe que termina en una esquina de Colombia llamada Urabá y que Enfan puede ver a través de una puerta de vidrio.
Está en la sala de espera del puerto y su expresión es tan desencajada como el conjunto de su ropa: no tiene la menor idea de en qué parte del mundo está, pero sobre todo desconoce hacia donde se dirige.
Enfan es de Sri Lanka, en el sur de Asia. Si trazamos una línea recta desde su casa o lo que queda de ella hasta Turbo, donde está ahora, la distancia sería de 16.000 kilómetros.
Después de viajar a Ecuador por avión, como muchos de ellos hacen porque no les exigen visas en ese país, arriban en buses -o a pie- a esta esquina del Colombia.
“La guerra allí no ha terminado. A nosotros los musulmanes nos siguen persiguiendo y nos quieren matar”, dice.
Enfan sostiene que su destino no es Colombia sino Estados Unidos, donde buscará refugio si la huida que emprendió tiene éxito.
La historia de Enfan es la misma que se repite en otros ojos, en otras nacionalidades, en otros idiomas. Los miles de migrantes que, en los últimos años, los habitantes de esta esquina de Colombia han visto pasar.
Al menos 7.000 migrantes entre enero y agosto de 2019. Cerca de 20.000 el año pasado.
Y han tenido un impacto importante en Turbo y sus alrededores, una zona costera de puertos y playas.
Por ejemplo, en los que han visto como una oportunidad de ganar dinero rápido. De acuerdo a la propia Policía Nacional, muchos “se valen de las expectativas” de los migrantes que van por el “sueño americano”.
Sobre todo porque los habitantes de esta orilla conocen lo que Enfan y los 15 compañeros de viaje que están con él tienen por delante: el Tapón del Darién.
Una selva virgen donde, entre la maraña, se confunde el transitar de los migrantes y el siniestro tráfico de drogas.
Ellos, los africanos que se alistan para la travesía, no tienen la menor idea de eso. De si habrá lluvia o pantano, tormenta o sombra. Por eso Enfan no se quita la chaqueta ni las botas aunque esté a punto de desfallecer debido al vaho y el calor que se filtra por la puerta de vidrio.
Turbo
Nadie sabe a ciencia cierta por qué esta región se llama Urabá. Algunos historiadores señalan que Martín de Enciso, un español que recorrió la zona a principios del siglo XVI, decidió, después de probar el agua del mar, bautizar el golfo del extremo noroccidental de Colombia con el nombre de Urabá.
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Significa literalmente “golfo de agua dulce”.
Una de sus principales poblaciones es Turbo. Es una combinación caótica de casas de concreto y calor de infierno que descansa sobre unas aguas turbias y grises que le dan su nombre. Ha sido un lugar que desde su fundación ha tenido vocación de puerto, pero que en los últimos años se ha convertido, como Casablanca en tiempos de guerra, en un lugar de escape.
Fabricio Mosquera no nació aquí, pero lo parece. Lo parece por su manera de hablar con elocuencia, de gesticular sin coreografía, de saludar a los desconocidos como si fueran miembros de su familia.
Después de pasarse más de 20 años detrás de la caja de un banco local decidió retirarse y dedicarse a la gerencia de puertos pequeños.
Desde hace dos años conduce el muelle turístico de Turbo o puerto Waffe.
Y desde su oficina ha visto pasar a miles de migrantes, pero sobre todo ha notado el contraste con los turistas que diariamente van a tomar el sol en las paradisíacas playas de Capurganá y Sapzurro, a donde se dirige la mayoría de las embarcaciones que salen de este lugar.
Mientras unos llevan vestidos de baño festivos y patos inflables de colores, ellos, los otros, llevan sus cosas en bolsas de basura negras y amarillas, y sus vestidos están sucios por la mugre del viaje.
Y en vez de ir a la playa, se dirigen a la selva del Darién, uno de los lugares más inhóspitos y peligrosos del planeta y cuya travesía tiene su punto de partida en este lugar.
“Lo que le han despertado los migrantes a los habitantes de Turbo y de esta región ha sido la ambición”, declama Fabricio, como quien revela un secreto.
“Todos les quieren sacar plata: los coyotes, los dueños de restaurantes, de hoteles, la policía, el taxista, los dueños de las lanchas ilegales”, denuncia.
Un dato que concuerda con un informe que entregó la Interpol hace un par de años: el negocio del tráfico ilegal de migrantes en Colombia mueve unos US$1 millón a la semana.
“Entre 2014 y 2015 se presentó un aumento dramático en las personas que migraban a través de la subregión de Urabá. Y eso también atrajo a una gran cantidad de ‘coyotes’, personas que de manera ilegal se encargan del tráfico de estas personas principalmente hacia EE.UU.”, señaló la Policía de Colombia en su informe “Impacto de la Migración en la subregión de Urabá” de 2017.
“El golfo de Urabá, uno de los puntos de la peligrosa ruta de migrantes irregulares, vive una crisis social por culpa de los llamados coyotes y los capos del narcotráfico, que se disputan las rutas marítimas para sus actividades ilegales”, agrega el informe.
De acuerdo al mismo, un migrante africano puede llegar a pagarUS$1.000dólares solo por el cruce por la selva.
Pero la denuncia de Mosquera se sale de ese entramado, que considera muy peligroso, y apunta más bien a los canales institucionales: en su celular tiene las fotos de una copia de un salvoconducto emitido por las autoridades de migración por el que un migrante pagó US$200 a un policía que quiso estafarlo.
“El papel no tenía validez. Era una fotocopia. Le tocó sacar otro salvoconducto y esperar a conseguir de nuevo el dinero para continuar con el viaje”, señala.
En diciembre de 2018, la Interpol informó que había capturado a 31 personas dedicadas al tráfico ilegal de migrantes en esta zona del país. Sin embargo, las mismas autoridades aceptaban que eran pocos para la escala real del negocio.
“Tenemos otras 13 investigaciones abiertas en toda la región, pero lo que estamos viendo es solo la punta del iceberg”, declaró el Secretario General de Interpol, Jürgen Stock.
“Eso no va a parar. Mientras haya migrantes y ellos tengan dólares, va a haber gente que se los quieran quitar de una manera u otra”, concluye Mosquera.
Capurganá
Mike y Paul son de Camerún. De la región conocida como el Suroeste. Atravesaron el mundo para huir del conflicto interno entre anglo y francoparlantes que ha dejado cientos de víctimas fatales en los últimos dos años.
Ha sido un viaje de penurias y escasez desde su país hasta las playas de Urabá. Pero frente al mar se sienten como niños. Sonríen e intentan tocarlo con los dedos -sin éxito desde la altura del muelle- mientras esperan el abordaje de la lancha que los llevará al otro lado del golfo de Urabá, desde donde continuarán su travesía hacia Estados Unidos.
¿Le tienen miedo al mar?, les pregunta uno de los tripulantes del bote.
No, responde Paul con una sonrisa. “Lo que pasa es que es la primera vez que lo tenemos tan cerca”.
Su destino esta mañana de martes es Capurganá, una pequeña esquina paradisiaca de aguas transparentes y arena blanca ubicada en la frontera entre Colombia y Panamá.
Para los migrantes, la puerta de entrada para el infierno del Tapón del Darién.
Este refugio de descanso de no más de 1.800 habitantes vio como de la noche a la mañana comenzaron a llegar 100 y hasta 200 migrantes diarios, sin ningún tipo de control.
“A todos el Gobierno Nacional le daba un salvoconducto y nada más. Y ese flujo de personas estaba afectando nuestro entorno, nuestro mar, y por supuesto el turismo. La gente no quería venir a Capurganá por los migrantes”, le dijo a BBC Mundo Emidio Pertúz, uno de los líderes de Cocomanorte.
Cocomanorte es un acrónimo del Consejo Comunitario de la Cuenca del Río Acandí y Zona Costera Norte, que es básicamente una comunidad afrocolombiana que reside en este sector.
En enero de este año decidieron hacer tomar cartas para frenar el descontrol migratorio. Cerraron el sendero ecológico que ellos mismos habían construido -y que servía de primera etapa para los migrantes dentro de la selva, en la que se adentraban acompañados por personal de Cocomanorte- y vedaron el ingreso de lanchas que llegaban desde Turbo y Necoclí.
Y exigieron la presencia del gobierno nacional.
Durante un par de meses, ante la indiferencia del Estado, hubo un paso restringido. Eso causó una congestión de migrantes en Turbo. Los hoteles no dieron abasto; las playas se llenaron de carpas habitadas por viajeros de distintas nacionalidades.
El puerto de Fabricio estuvo a punto de colapsar.
“Los migrantes pasaban la noche aquí. Comenzaban a golpear los vidrios, gritaban en sus lenguas, y aunque no les entendíamos nada, sabíamos que estaban desesperados”, señaló Fabricio.
“Eso mostró el impacto que tenían los migrantes. Que no eran unos seres invisibles y que había que hacer algo”, indicó Pertúz.
Pero, como muchas veces antes, solo un puñado de muertos pudo cambiar las cosas.
Canoíta
En medio del atasco, el afán de los migrantes comenzó a desbordar la ciudad. La gente quería continuar su camino. A cualquier costo.
Veintisiete migrantes, principalmente de Congo y Angola, hicieron caso a un par de lugareños que los convencieron que podían llegar por agua a Puerto Obaldía, en Panamá, y de esa manera evadir el bloqueo que había por tierra. Todo, a cambio de unos de dólares.
Entonces, en la madrugada del 28 de febrero, se embarcaron en un bote pequeño, de un solo motor. Los pilotos de la lancha decidieron hacerlo al alba para evitar que los rastrearan las autoridades, pero el bote, que no estaba diseñado para soportar los embates del mar, naufragó cuando estaba en la mitad de camino.
Diecinueve de los pasajeros murieron ahogados. Diez de los ahogados eran niños. Sus cuerpos fueron llevados a Acandí.
No era la primera vez. Algunos habitantes de esta región conocieron países de los que antes no habían oído hablar: cuando vieron los cuerpos de migrantes muertos y se preguntaron de dónde venían.
“Mire hacer semejante viaje para morirse lejos de su casa”, dice Evelio Cortéz, el sepulturero del cementerio de Nuestra Señora del Carmen de Turbo.
Desde tan lejos. A ciencia cierta no se sabe cuántos migrantes han muerto en el Urabá en su intento de llegar a Norteamérica.
El mar y la selva de esta parte del mundo son lugares a los que no llegan las estadísticas.
“Como es una frontera de salida no tiene la visibilidad que tienen otras fronteras de entrada -como la de Venezuela, por ejemplo. El fenómeno (migratorio) ha estado muy por debajo, muy ‘underground’, por decirlo así, lo que aumenta los riesgos en el viaje”, señaló César Mesa, jefe de la oficina de ACNUR en la región, dentro de una investigación realizada por el programa de “La liga contra el silencio”, de la Universidad de los Andes.
Por los migrantes y el Caribe, Cortéz supo de geografía: que había países como Camerún, Bangladesh y Haití. Y que había otra lengua distinta al español y el inglés.
“Los migrantes que se ahogaban en el mar los traían aquí porque este siempre ha sido el cementerio más importante de la zona y el más cercano de donde los recogían”, señala.
En el cementerio de Turbo llaman la atención las lápidas de colores, estampadas con fotografías de los fallecidos y los mensajes de aliento en letras estampadas en pinturas tan brillantes que parecen de neón.
Los muertos son enterrados en nichos sobre las paredes, porque el suelo es tan ardiente y húmedo que los cuerpos se descomponen mucho antes de lo normal.
“La mayoría de los muertos llegaba con el ataúd cerrado y era imposible saber de dónde venían, solo sabíamos que eran migrantes que se habían ahogado en el mar”, dice mientras el sopor de la tarde lo rodea cuando se prepara para un entierro.
Pero hace un par de años una historia lo conmovió, a un hombre que está habituado a lidiar con la muerte e incluso ha enterrado a su propio hijo. La historia de Mireille Rosius.
Rosius llegó desde Haití en septiembre de 2016 junto a su hermano, pero en Turbo, un día antes de encumbrarse por el Darién, comenzó a sentirse mal. Un día después fallecía en el hospital.
Su hermano le pidió a Evelio que le ayudara con el entierro, le mandó a hacer una lápida con su foto y un mensaje en creole grabado en relieve sobre un paisaje de montañas verdes y cielos azules: “Nous vous aimer pour toujours. Repose in pax“. Y pusieron su cuerpo en uno de los nichos del cementerio.
Al otro día el hermano continuó su camino hacia EE.UU.
“Venir desde tan lejos para morirse aquí. Yo no lo entiendo“, replica Cortéz.
Hostales de la nada
La muerte de los migrantes obligó al canciller de Colombia, Carlos Holmes Trujillo, a mediar en la situación. Después de dialogar con la comunidad y las autoridades de la zona se estableció un protocolo de paso.
Los migrantes llegarían desde Necoclí y Turbo solo cuatro días a la semana. El resto de los días serían utilizados para la limpieza del sendero y las actividades de la comunidad.
Pero a pesar de las nuevas regulaciones, los migrantes todavía parecen criaturas clandestinas que se refugian en lugares inesperados.
Mientras se balancea en una hamaca colgada en el patio de su casa, Andrea vigila la ceremonia de preparación de un grupo de 10 cameruneses para la siguiente etapa de su viaje.
Hace varios meses Andrea* vivía en Medellín, pero se devolvió para Necoclí, un plácido rincón turístico ubicado a dos horas por tierra desde Turbo, para ayudar a su madre a administrar un hostal para alojar a los migrantes.
En el patio de su casa acomodaron varios cuartos con catres y literas, un arsenal de sábanas, un lugar para que los huéspedes cocinen sus alimentos. Y, sobre todo, instalaron un wifi potente que pueda lidiar con 10 conexiones simultáneas.
“Me parece que son personas muy tranquilas. No molestan para nada. Además no se quedan más de dos días”, explica.
“Lo único que me ha llamado la atención es que toman mucho. Dicen que no tienen dinero, pero beben mucho alcohol”.
Durante años el puerto favorito de los migrantes para cruzar el golfo ha sido Turbo, pero con el aumento de los controles policiales y de los locales que buscaban abusar de su condición, los migrantes comenzaron buscar alternativas menos dificultosas.
Así llegaron a Necoclí, que por su ubicación sobre el golfo, ofrece una ruta más directa.
Y así comenzaron a crearse nuevos hoteles. Pero no para turistas ansiosos de aguas tranquilas, sino para personas que migran. Como ellos, estos datos también son invisibles.
La conversación con la Secretaría de Seguridad del departamento de Antioquia revela que se desconoce la proliferación de estos hostales, porque básicamente no son inscritos en el registro hotelero.
“No creemos que el crecimiento de la capacidad hotelera en el Urabá tenga que ver con el fenómeno. Lo cierto es que sí se han creado lugares, sin registro, donde los migrantes pasan un par de días a un costo más bajo, pero no conocemos los datos de esta actividad”, le dijo a BBC Mundo, Balmore de Jesús González Mira, subsecretario de Seguridad de Antioquia.
“La migración ha tenido un impacto en la región, donde nos hemos visto en la necesidad de brindar una atención humanitaria a estas personas que atraviesan la región en condiciones muy precarias y bajo la amenaza de grupos armados y personas que desean estafarlos”, explicó el funcionario.
La última lancha
El embeleso de Paul y Mike con el mar lo rompe la avalancha de vendedores de que los acosan una vez llegan al puerto. No pueden evitar que los vendedores, que son como tiburones que perciben la sangre, noten no solo que son extranjeros, sino que son migrantes.
En pocos segundos les ofrecen bolsas negras de plástico para proteger su equipaje (porque el bote va a mucha velocidad, les dicen, y salpica mucha agua). La misma excusa sirve para venderles unos empaques de silicona para guardar el celular.
Les ofrecen botas pantaneras, de esas negras y duras que llegan hasta las rodillas, porque en la selva hay mucho pantano, les advierten. Y carpas, porque en la selva no hay donde dormir. Y ellos compran, porque no saben.
Andrés Felipe Vargas es uno de los que coordina el abordaje de los migrantes en las lanchas de la empresa Marítima El Caribe que los llevarán hasta Capurganá. Al principio, recuerda, no había tanto control.
“Ellos viajaban en el mismo bote que los turistas que iban a Capurganá y Sapzurro. La única diferencia es que iban siempre más abrigados que los demás, lo llevan todo puesto”, dice.
Pero esta mañana saldrán antes del mediodía dos lanchas. Una con turistas. Otra con migrantes.
“Los que iban de turismo comenzaron a quejarse de ellos, decían que por el olor. Y me tocó comenzar a enviar dos lanchas por separado. No lo pude evitar”, señala Vargas.
Vargas no está aquí para hablar de igualdad de derechos ni protección del más vulnerable. Llena lanchas, cobra por ello.
Paul y Mike solo pueden percibir el sabor del mar en su boca por las gotas que les golpean el rostro durante el viaje. Apenas llegan a Capurganá, aunque está poblada de playas y lugares para descansar, solo tienen tiempo para alistarse, asearse, continuar su camino.
Una vez atraviesen el Tapón del Darién estarán en Centroamérica.
Uno de los lugareños que los acompañan le pregunta a Paul en un inglés pedregoso: “¿Qué fue lo que más le gustó de Colombia?”
Paul se queda en silencio. Se mira con Mike y le responde: “Nada en verdad. No siento que nos hayan tratado muy bien”.