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“Fake news” en México: cómo un mensaje de WhatsApp llevó a un pequeño pueblo a quemar vivos a dos hombres inocentes

En un pequeño pueblo de México, rumores sobre secuestradores de menores se extendieron a través de WhatsApp. Si bien resultaron ser falsos, una multitud ya había quemado vivos a dos hombres antes de que alguien pudiera comprobarlo.

Una multitud de celulares se levantaron para captar el momento en que Ricardo y Alberto fueron quemados vivos. ENFOQUE

Una multitud de celulares se levantaron para captar el momento en que Ricardo y Alberto fueron quemados vivos. ENFOQUE

El 29 de agosto, poco después del mediodía, Maura Cordero notó un número inusual de gente reunida fuera de la comisaría que está junto a su tienda de artesanías en el pequeño pueblo de Acatlán, en el céntrico estado mexicano de Puebla.

Cordero, de 75 años, se acercó más a la puerta y se asomó.

Decenas de personas se amontonaban en la principal calle del pueblo. Y el número no paraba de crecer. Pronto, ya sumaban más de un centenar. La mujer no recordaba haber visto una muchedumbre así fuera de los periodos festivos.

Una patrulla que llevaba a dos hombres a un pequeño calabozo pasó frente a su establecimiento. El vehículo era seguido por más gente y los gritos que acusaban a los detenidos de ser secuestradores de niños empezaron a aumentar.

Del otro lado de la reja que está en la entrada de la comisaría, los agentes les respondían que los hombres no habían raptado menores sino que habían cometido un delito menor. Lo repetían una y otra vez mientras la multitud seguía creciendo.

Dentro de la estación, estaban Ricardo Flores, de 21 años, que había crecido a las afueras de Acatlán pero se había mudado a Xalapa, a 250 kilómetros al noreste, para estudiar Derecho. Junto a él estaba su tío, Alberto Flores, de 43 años, un granjero que había residido durante décadas en una pequeña comunidad al lado de Acatlán.

Ricardo había vuelto recientemente para visitar a sus familiares, quienes aseguran que junto a su tío había ido a comprar material de construcción para terminar un pozo de cemento. La policía afirmó que no había pruebas de que hubiesen cometido ningún crimen y que habían sido llevados a la comisaría por “alteración del orden”, después de haber sido abordados por residentes locales.

Pero la multitud estaba convencida de una versión diferente de origen desconocido que se esparció a través de la aplicación de mensajes privados WhatsApp.

“Por favor, todos estén alerta porque una plaga de secuestradores de niños entró en el país”, dice el mensaje que pasó de teléfono a teléfono.

“Al parecer, estos criminales están involucrados en el tráfico de órganos… En los últimos días, desaparecieron niños de 4, 8 y 14 años, y algunos fueron encontrados muertos y con signos de que se les habían extirpado órganos. Sus abdómenes habían sido abiertos y estaban vacíos”.

Ricardo y Alberto habían sido vistos cerca de una escuela primaria llamada San Vicente Boquerón, así que el miedo colectivo los convirtió en esos secuestradores de menores que habían surgido en el imaginario de los habitantes de Acatlán.

La noticia de su detención corrió tan rápido como el mensaje falso de WhatsApp.

La muchedumbre que acudió a la comisaría fue convocada en parte por Francisco Martínez, un antiguo residente del pueblo conocido como el Tecuanito.

Según los agentes, Martínez fue uno de quienes difundieron los mensajes en Facebook y Whatsapp acusando a Ricardo y a Alberto. Fuera de la estación, empezó a transmitir con su celular en directo por Facebook imágenes de lo que acontecía.

“Gente de Acatlán de Osorio, Puebla, por favor vengan a mostrar su apoyo”, le dice a la cámara. “Créanme, los secuestradores están aquí ahora”.

Mientras Martínez intentaba congregar a la población, otro hombre, a quien la policía solo identifica como Manuel, trepó al techo del edificio de estilo colonial donde se ubica la municipalidad, al lado de la comisaría, y tocó las campanas del gobierno para alertar a los habitantes de que la policía planeaba dejar en libertad a Ricardo y Alberto.

Un tercer hombre, Petronilo Castelán, el Paisa, usó un altavoz para llamar a todos los ciudadanos a aportar dinero para comprar combustible y prenderle fuego a los detenidos. Se puso a caminar entre la gente recolectándolo.

En su tienda, Maura Cordero observaba con miedo, hasta que oyó a alguien fuera diciendo que había que correr porque la muchedumbre iba a quemar a los dos hombres. “¡Querido Dios, esto no es posible!”, pensó.

Poco después, la multitud se unió con un solo objetivo. Forzaron la estrecha reja de la comisaría y arrastraron a Ricardo y Alberto Flores fuera. Mientras la gente levantaba sus celulares para grabar lo que sucedía, los hombres fueron empujados al suelo hasta la base de una escalera de cuatro peldaños y golpeados salvajemente. Luego, les echaron encima el combustible.

Los testigos creen que Ricardo ya había fallecido debido a los golpes, pero su tío Alberto aún estaba vivo cuando les prendieron fuego. En los videos se ven sus extremidades moviéndose lentamente mientras las llamas las rodean.

Los cuerpos carbonizados permanecieron en el suelo dos horas después de ser quemados, mientras los fiscales estatales llegaban desde Puebla, y el hedor del combustible se quedó en el aire.

Petra Elia García, la abuela de Ricardo, fue llamada a la escena para identificarlos. Asegura que todavía había lágrimas en las mejillas de Alberto. “¡Miren lo que les hicieron!”, les gritó a quienes habían formado parte de la multitud y todavía estaban allí.

“Es una de las cosas más horrorosas que alguna vez haya sucedido en Acatlán”, dijo Carlos Fuentes, un chofer que trabaja en una parada de taxi cercana a la comisaría. “Las columnas de humo se podían ver desde cualquier parte del pueblo”.

Un pueblo de emigrantes

La carretera que lleva a Acatlán cruza campos de maíz y caléndulas. Árboles con mangos, higos y nueces crecen en los vastos solares de los granjeros locales.

La mayoría de familias del pueblo dependen de las remesas que les envían los familiares emigrados a Estados Unidos.

Como muchas otras localidades de México, ha vivido un éxodo de miles de ciudadanos que partieron al norte en busca de mejores oportunidades.

Entre esos emigrantes, a principios de la década del 2000, estaban María del Rosario Rodríguez y José Guadalupe Flores, que se fueron del país con la esperanza de poder ofrecer mejores condiciones de vida a los dos hijos que habían dejado atrás, José Guadalupe Jr. y su hermano menor, Ricardo.

Los dos niños, de 7 y 3 años, se quedaron con su abuela, Petra Elia García, en Xalapa, en el estado de Veracruz.

Sus padres fueron de ciudad en ciudad en los Estados Unidos antes de establecerse en Baltimore, en la costa este. María se convirtió en una empleada doméstica y José Guadalupe, un obrero de la construcción, y tuvieron una tercera hija, a la que llamaron Kimberley. Mantuvieron el contacto con los mayores a través de Facebook y Facetime.


Hasta que el 29 de agosto, María recibió una serie de mensajes a través de Facebook que al principio parecían una pesadilla. Una amistad cercana de Acatlán le contaba que su hijo Ricardo había sido arrestado y que era sospechoso de haber secuestrado menores.

Pensó que era un error. Ricardo nunca se involucraría en algo así.

Pero los mensajes seguían llegando. Luego, le enviaron un enlace de Facebook a una transmisión en directo. Cuando entró, vio a una muchedumbre y luego a su hijo y a su hermano siendo golpeados por esta.

En vano, dejó un comentario. “Por favor, no les hagan daño, no los maten, no son secuestradores de niños”, recuerda que escribió. Pero su súplica no surtió efecto y observó con horror cómo les echaban combustible.

La misma tecnología que le permitió a un hombre en Acatlán convocar a una muchedumbre para matar a su hijo y su hermano, le permitió a ella verlos morir.

Ese mismo día, María, José Guadalupe y Kimberley regresaron a Acatlán por primera vez en más de una década. Allí, se reunieron con Jazmín Sánchez, la viuda de Alberto, que también había visto lo sucedido a través de Facebook.

Durante décadas, Jazmín y Alberto habían vivido a solo 14 kilómetros de Acatlán, en Xayacatlán de Bravo. Cada día, Alberto iba a trabajar en los campos de maíz que habían cultivado en el terreno que tenía en la cercana localidad de Tianguistengo. Cuando murió, dejó una pequeña casa a medio construir pensada para su esposa y sus tres hijas.

“Era un buen hombre, no se merecía morir de esa forma”, afirma Jazmín mientras se aferra a una gorra, una correa y una billetera que le había pertenecido a su marido.

El muro de silencio

María y José Guadalupe regresaron a otra casa pequeña en Tianguistengo que habían dejado para sus hijos cuando se fueron a Estados Unidos. Allí, María recuerda a Ricardo.

Le gustaban las mariposas y correr a través de los campos de maíz que había alrededor. Se fue a estudiar Derecho porque quería defender a la gente de las injusticias.

“Ellos nos lo arrebataron y él ni siquiera nos había dejado una criatura para que se la cuidáramos”, lamenta.


En Acatlán, la familia se encontró con un muro de silencio.

Con la excepción de Maura Cordero, los comerciantes aseguran haber estado fuera del pueblo cuando el linchamiento sucedió o dicen que cerraron sus tiendas y huyeron, o que ni siquiera las abrieron ese día, pese a que no era festivo.

“Nadie quiere hablar sobre eso”, cuenta Fuentes, el taxista. “Y la gente que estuvo involucrada de manera directa ya no está aquí”.

Según las autoridades estatales, cinco personas han sido acusadas de haber instigado el crimen y cuatro más, de haberlo ejecutado. Martínez, quien hizo la transmisión en directo, Castelán, quien recaudó el dinero para el combustible y el hombre identificado como Manuel, quien tocó las campanas, se encuentran entre los primeros.

Pero los otros dos instigadores y los cuatro sospechosos se dieron a la fuga, según afirma la policía.

El día posterior a las muertes de Ricardo y Alberto, se celebró un funeral en Acatlán. María cree que había testigos del crimen entre los asistentes.

“¡Miren cómo lo mataron! ¡Todos ustedes tienen hijos! ¡Y quiero justicia para mis seres queridos!”, gritó mientras caían lágrimas por sus mejillas y las cámaras de las televisiones locales y nacionales la grababan.

Ahora, la familia vive en Acatlán con miedo, dice María. Temen ir al mercado. “Perdí a mi nieto, que era como mi hijo”, cuenta la abuela de Ricardo. “Los acusaron de ser criminales, sin pruebas”.

María todavía no puede entender cómo la multitud se dejó llevar por la mentira. “¿Por qué no comprobaron? Ningún niño fue secuestrado, nadie puso una queja formal. Era una notica falsa”, lamenta.


Las muertes de Ricardo y Alberto Flores en este pequeño de México no son un hecho aislado.

Rumores y noticias falsas difundidas a través de Facebook y WhatsApp han generado episodios fatales en países como India, Myanmar y Sri Lanka. En India, como en México, la tecnología —WhatsApp permite enviar mensajes encriptados a grandes grupos de personas— ha hecho que estos rumores que siempre han existido ahora de dispersen con mayor velocidad, a una mayor distancia y con una menor responsabilidad.

Las tecnológicas

WhatsApp, que fue adquirida por Facebook por US$19 mil millones en 2014, fue vinculada a una ola de linchamientos en India, a menudo alimentada por falsos recuentos de secuestros de menores.

En el estado de Assam, en junio, en un incidente alarmantemente similar al de Acatlán, Abhijit Nath y Nilotpal Das fueron matados a golpes por unas 200 personas.

Tanto la app como la red social son usadas ampliamente para consumir noticias en México, de acuerdo a un informe de 2018 del Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo. Según este documento, el 63% de los usuarios de internet en México afirman estar muy preocupados o extremadamente preocupados por la difusión de noticias falsas.

“Las plataformas digitales sirven como vehículos instantáneos para canalizar lo mejor y lo peor de nosotros, incluyendo nuestros miedos y prejuicios”, dice Manuel Guerrero, el director de la Escuela de Comunicación de la Universidad Iberoamericana, en México.

“Y eso se hace más evidente en la ausencia de autoridades efectivas que puedan garantizar nuestra seguridad”.

El 30 de agosto, al día siguiente del de los fallecimientos de Ricardo y Alberto, los pobladores de San Martín Tilcajete, en el sureño estado de Oaxaca, intentaron linchar a un grupo de siete hombres. Eran pintores de casas que habían sido falsamente acusados de haber raptado niños. Ese día, la policía fue capaz de rescatarlos.

Un día después, la macabra escena de Acatlán se repitió en Tula, en el céntrico estado de Hidalgo, donde dos hombres inocentes fueron acusados de ser secuestradores de menores, golpeados y quemados vivos.

En Ecuador, el 16 de octubre, dos hombres y una mujer arrestados por supuestamente haber robado US$200 fueron asesinados por una multitud después de que circulara en WhatsApp un mensaje que los acusaba falsamente de ser ladrones de menores.

Y, el 26 de octubre, una muchedumbre en Bogotá mató a un hombre falsamente señalado en WhatsApp como alguien ligado al rapto de un niño.

Debido al blindaje que ofrece WhatsApp con el encriptado de los mensajes, el origen de cualquier cosa que se comparta a través de esa aplicación es imposible de rastrear. En julio, la compañía se resistió a los llamados del gobierno indio para romper esta barrera y permitirles rastrear los mensajes.

WhatsApp ha tomado medidas para intentar detener esta ola, añadiendo una etiqueta a los mensajes que han sido reenviados y limitando a 20 el número de veces que puede ser enviado un mensaje en todo el mundo, menos en India, donde esta cifra se reduce a cinco.

“Creemos que el reto de la violencia colectiva requiere acción por parte de las tecnológicas, la sociedad civil y gobiernos”, le dijo la empresa a la BBC. “Hemos elevado el nivel de la educación para el usuario sobre desinformación y provisto formación para los cuerpos policiales sobre cómo usar WhatsApp como un recurso en su comunidad”.

Un portavoz de Facebook le dijo a la BBC que este año identificaron y retiraron videos que mostraban violencia en el estado mexicano de Puebla.

“Y hemos actualizado nuestras políticas para retirar contenido que pueda generar un daño en la vida real”, afirmó este portavoz.

“Continuaremos trabajando con compañías tecnológicas, la sociedad civil y los gobiernos para luchar contra la difusión de contenido que tenga el potencial de causar daño”.

Al menos 10 gobiernos estatales de México, incluyendo a Puebla, han lanzado ahora campañas de información alertando a los ciudadanos de la ola de mensajes falsos en las redes sociales sobre raptos de menores y la policía de la Ciudad de México ha creado grupos en Whatsapp para permitir una comunicación directa con los residentes de por lo menos 300 vecindarios de la capital.

Los ciudadanos le preguntan a la policía a través de estos grupos para verificar historias y, a su vez, la policía los usa para reunir pruebas contra aquellos que difunden denuncias falsas. También para identificar robos, intentos de extorsión y trata de personas dentro de su jurisdicción.

“Creemos que, de cada 10 crímenes, la tecnología se usa en nueve”, afirma José Gil, el subsecretario de Información e Inteligencia Policial de la Ciudad de México.

“Las redes sociales realmente pueden alterar una comunidad a través de la difusión de información falsa que muchos de nosotros percibimos como verdadera, porque esta nos está siendo enviada por gente en la que confiamos”, dijo.

“La sociedad realmente necesita evaluar lo que es cierto y lo que es falso, y decidir lo que es digno de confianza y lo que no”.

Pura dinamita

Una carencia de fuerzas policiales efectivas y una cultura de impunidad en México hacen que los rumores que incitan a la violencia sean “pura dinamita”, afirma la diputada Tatiana Clouthier. Los linchamientos en Acatlán han puesto en la balanza la privacidad y la libertad de expresión contra un costo terrible, opina ella.

“Pero, ¿a qué le damos prioridad? Tenemos que darle prioridad a la libertad de expresión pero, ¿dónde está el límite? Y ese es un tema en el que ninguno de nosotros se quiere meter porque nadie quiere recortar la libertad de expresión, pero no podemos permitir la desinformación. La situación a la que nos estamos enfrentando es muy peligrosa”.

La tarde del 24 de octubre, casi dos meses después del linchamiento, un grupo de unos 30 familiares de Ricardo y Alberto se reunieron bajo el sol de la Iglesia del Calvario en Acatlán para celebrar una misa en su honor.

La misa duró una hora, el cura bendijo dos cruces metálicas que las familias le habían llevado y que después cargaron a lo largo de medio kilómetro hasta el sitio que llevaban dos meses evitando.

El padre de Ricardo, José Guadalupe, puso las cruces en la escalinata de piedra donde Ricardo y Alberto murieron.

Todos estuvieron durante un rato en silencio durante la silenciosa tarde, en plena calle principal del pueblo.

“Fue muy doloroso estar en el mismo lugar donde los cuerpos fueron dejados carbonizados”, admitió luego María. “Todo esto sucedió por los rumores y porque la gente se dejó llevar por ellos”.

Esos rumores todavía existen en el teléfono de María —y tal vez en otros celulares por todo el pueblo y más allá— pero ella no puede soportar mirarlos ahora o mostrárselos a cualquier otra persona.

El día de la misa, María y Jazmín prometieron visitar el sitio del linchamiento una vez a la semana y reponer las velas votivas que dejaron al lado de las cruces.

“Las cruces deben quedarse allí para siempre”, dijo María.

“Para que la gente de Acatlán pueda ver y recordar lo que hizo”.

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